Entre el color veneciano y el dibujo florentino se debate el Comodoro But, claramente escorado hacia el segundo. Velázquez y Goya, no; Zurbarán ya está más construido. “Esta es una guerra —afirma impávido el Comodoro But— iniciada por Chirico y Carrá.”
El Comodoro But está en guerra. En guerra seria. Stasis. Quizás quería —¿se sabrá algún día?— dignificar el objeto más allá de la fotografía. Otra manera de evocar.
El pintor de las figuras vivió algunos años perseguido por la obsesión del agotamiento de las imágenes. En serio, le pregunto:
—¿Se pueden agotar las imágenes? ¿Hay algo más inagotable que las imágenes? [Coste marginal de producir una imagen adicional = ZERO]
Y sin embargo, ese fantasma de agotamiento persigue al Comodoro But hasta los rincones más oscuros. ¿Es esa una estrategia de supervivencia de la pintura en unos tiempos especialmente duros?
Como quiera que fuera, el Comodoro But descubrió muy pronto, bajo la presión del mercado, que las imágenes se pueden construir y provocar. Conviene en este punto citar una reciente declaración del pintor flamenco Luc Tuymans, seguramente el pintor figurativo más bien pagado del mundo: “La única realidad en el mundo del arte es el mercado del arte.”
Lo que en la primera mitad de los gloriosos 90 aflora en las telas de Paco de la Torre, gracias a un muy original empleo del facetado cubista, es precisamente una manera de hacer y una lentitud (ligada por supuesto al temple) que va a funcionar como barrera de resistencia ante las presiones del presente. (Porque el presente siempre es presión —hacia la realización inmediata de beneficios.)
A medida que la demanda se iba haciendo más imperiosa y agresiva, el pintor, viendo que las imágenes —las malditas imágenes— parecían agotarse, empezó a desarrollar nuevas técnicas, siempre dentro del ámbito de la figuración, buscando sus límites. Un ámbito en el que la figura, si bien se aleja de los objetos más o menos reconocibles (figuras humanas, figuras arquitectónicas, hipálages de ambas), en ningún momento abandona el facetado, que es la última garantía de la consistencia de un mundo por definición frágil, permanente amenazado por la nada que lo sustenta.
Ese paso o travesía es lo que algunos llamábamos preciosismo/marcianismo.
El primero alude a la delectación de un trabajo dilatado, necesariamente lento, cuyas imágenes pictóricas reposan en buena medida en la composición de un enigma o tensión en la que el cuerpo se interroga por su lugar en el mundo. Un mundo necesariamente erótico.
En cuanto al segundo, el tan cacareado marcianismo, no es más que el desmontaje de las figuras reconocibles, pero siempre dentro de una figuricidad facetada. En Paco de la Torre los contornos nunca se pierden. Entre el color veneciano y el dibujo florentino, la inclinación siempre acaba llevándonos hacia el ámbito del facetado. Es eso precisamente lo que da un aire de familia a todas las figuras, por muy abstractas o automáticas que sean.
Al igual que sucede con artistas de otros medios y dedicaciones, coexisten desde entonces, desde ese momento en que irrumpe el marcianismo como límite y protección de la figura, al menos tres maneras de hacer que nunca acaban de predominar por separado. Junto a las dos ya mencionadas, hay que mencionar lo que en Paco de la Torre se presenta como el punto de partida de la pintura: los cuadros de bandas. Bandas verticales de color plano. Disolución provisional. Carta de Ajuste.
Lo decíamos al inicio: Paco de la Torre tiene una concepción polémica, guerrera, de la pintura. Se diría que es imposible imaginarlo de otra forma que combatiendo. La pintura es hoy una lucha permanente, a muerte, en la que el artista se lo juega todo. Eso es lo que da a sus cuadros la fuerza de los resistentes. La arquitectura no es un interés reciente en su quehacer. La arquitectura es parte de una estrategia.
Arquitectura y pintura —esa pareja tan metafísica— van de la mano desde el inicio, desde que Paco de la Torre se hizo pintor en Milán. Hay en el pintor una obsesión por el espacio habitable, el espacio en el que vienen a habitar los cuerpos. Ese espacio es el lugar del deseo. El pintor lo ha explorado y sigue explorándolo en todas sus posibilidades, desde el habitáculo íntimo hasta los grandes espacios de la socialidad herida.
Quizás fue El arquitecto invisible (2005) el primer proyecto de Paco de la Torre en el que la alianza entre pintura y arquitectura se materializa de una manera consciente y virtuosa, no sólo en el acto erótico supremo que supone incorporar la figura del otro (en este caso, las formas puras de Langle) a la construcción del objeto de amor, sino también en la envergadura histórica e institucional de un proyecto que produjo para siempre Otra Ciudad. Otro Mundo. (Y desde aquí, también es oportuno recordar la iniciativa editorial Objetos e Imágenes de Otros Mundos, tan íntimamente asociada a la ideología estética de Paco de la Torre.)
Más adelante, el año siguiente, con Humor Vítreo, ese amor por lo habitado se concentra en un solo edificio que Paco de la Torre reconstruye obsesivamente en una maqueta filmada desde muchos ángulos, intercalando imágenes de otra película en la que arquitectura y deseo van de la mano, El año pasado en Marienbad. De nuevo, el pintor rinde homenaje a un proyecto de los años 30: el Colegio Mayor Luis Vives de la ciudad de Valencia, proyectado por el arquitecto Javier Görlich, edificio en donde Paco de la Torre dio sus primeros pasos como pintor (1982-1986).
El proyecto que ahora se presenta en la galería Antoni Pinyol de Reus es la culminación de un trabajo de corredor de fondo que mide sus fuerzas con precisión. Siempre hay una inminencia en la arquitectura. No es una arquitectura decorativa o inanimada. En Paco de la Torre, la arquitectura es deseo de saltar los límites de la línea. La arquitectura como la foto fija de una tensión que está a punto de saltar.
O arrojarse.
(Bruselas. Octubre sucio.)