Paco de la Torre habita en un país imaginario, «un país solo suyo, fuera del espacio y el tiempo» como ya afirmaba Juan Manuel Bonet en 1997, cuando el autor fue seleccionado para formar parte del programa «Fin de siglo, Arte joven». De la Torre es un artista que ha conformado una trayectoria seria en la que se ha ido desprendiendo de todos aquellos elementos (tan evidentes en sus comienzos) vinculados a la pintura italiana de la primera mitad de siglo XX. A lo largo de estos años ha sido frecuente la remisión de su pintura a las corrientes metafísica, futurista, e incluso Surrealista, sin embargo Paco de la Torre ha sido capaz de «fagocitar» todas esas «influencias» construyendo un espacio pictórico propio y personal en el que se mueve con soltura; siendo capaz de transitar espacios que recorren caminos tan aparentemente alejados como la figuración, la construcción de planos geométricos, las formas abstractas coloreadas, o las bandas de color con las que este año sorprendía en la feria de Arco.
En esta exposición presenta unos cuadros que quizás sean los que cuentan con unas referencias más literales, «iconos», que todos podemos asociar a Campos de Níjar.
Junto a un mar en calma aparecen unas dunas inquietantes como ojos abiertos y cerrados, en una sucesión hasta el infinito con un fondo de tierras rojas, acercándonos a ese otro país, el surrealista, y todo ello bajo un maravilloso cielo que quiere competir con el pequeño triángulo de mar. Esas dunas lloran pepitas de oro y nos hacen recordar aquellos versos de Jean Arp: «el blanco ha perdido su cola/ lo dulce se ha vuelto duro/ las comas lloran puntos. / Su lenguaje se rompió en su boca». Meditación silenciosa, melancólica, acerca de la idea de serie e intervalo, en esta recreación que hace de las dunas, en el descanso que realiza en su paseo por las arenas del Cabo. Evocan un sueño, y un deseo de parar el tiempo.
Los paisajes de Paco de la Torre se vacían para dejar al espectador deambular solo por los espacios pictóricos.
En Casas, un conjunto de arquitecturas cuya armonía está garantizada por la equilibrada geometría, las construcciones se despojan de sus asociaciones usuales y de su significado natural dándole un nuevo sistema de relaciones, semejando serenas naturalezas muertas. Se trata no sólo de descubrir con ojos educados en estética metafísica y surrealista las formas que la naturaleza ofrece sino de crear como ella misma ha creado.
El tiempo detenido mantiene el equilibrio en la precaria línea que repara realidad e imaginación, como si en el fondo ambas cosas fueran lo mismo (Nos sobra el negro), y lo hace con una estrategia, la de esa parte inconsciente tiene el arte y que brota como una imperiosa necesidad del artista sin que él sepa —o pueda— dar explicaciones. Unas cabezas invertidas, a modo de cántaros, transportadas por el caballo y sobre la cabeza de la Mujer sin cara, vacía transparente, sin expresión y sin tiempo, recorriendo un camino, entre dunas y montañas, como si no encontrara la salida del laberinto. Paco de la Torre mezcla la precisión de la forma, extraída de la memoria que guarda de las Cosas con la transfiguración fantástica, desarrollando una narración que nos provoca asombro, por utilizar la misma palabra que usó Aristóteles para referirse ala ruptura que nos lleva hacia la contemplación, nos arrastra desde la dimensión del pragmatismo de la cotidianidad sin relieves a la del asombro que nos detiene y nos obliga a reparar en el objeto estético, marcado por una carga especial que Jorge Luís Borges describió como «la inminencia de una revelación que no se produce».
Si el binomio ingenio-sarcasmo es una realidad rastreable en la obra de Paco de la Torre, en cuadros como El cabrón curioso se hace muy patente. El diálogo de esos dos «cactus fumadores» (¿de Ideales, o de los más exquisitos Gitanes?) en un campo de pitas «emblemáticas» sobre una tierra naranja y un cielo rojo, es quizás «el guiño más afortunado» (irónico y textual, acertado) a la obra de Goytisolo.
Extrato del texto Las fronteras del lugar