Il pino sul Concetto
Nicolás Sánchez Durá
En el catálogo El hombre vacío
Es la pintura de Paco de la Torre expresión de una peripecia singular, peripecia que tiene que ver con la vida: con la suya y con la nuestra en estos últimos años por estos pagos. Alumno de la Facultad de Bellas Artes de Valencia en los años 84–89, tuvo la ocasión de sufrir en retina propia la hegemonía arrolladora de lo que ha venido a llamarse –no sé si con cierta desmesura categorial y no poca impaciencia historiográfica– «escultura valenciana de los 80». Desde luego no es el caso de entrar aquí a valorar las virtudes y fechorías de semejante tropa, pero sí que es oportuno, como se verá en lo que sigue de inmediato, poner de manifiesto uno de los rasgos o «aires de familia» –quizá el más general de todos– que ha acompañado a aquella diserción en masa de la pintura (no sólo en Valencia, por supuesto).
Me estoy refiriendo al «discurso sabio» que acompañó aquella plétora en tres dimensiones, es decir: al discurso escrito producido por cierta crítica al calor de diarios y catálogos. Y si hoy releemos aquellos textos efímeros, no tanto en busca de sabiduría sino como síntomas de un tiempo, veremos que quizás una de sus más repetidas máximas – explícita o implícitamente– sea aquella propagandeada por Kosuth de que el artista no debe ser ni pintor, ni escultor, ni fotógrafo… sino todo eso, y nada de eso, a la vez. Las razones de tal aserto las ofreció en su día Kosuth en su escrito Art after Philosophy (allá por el 69) y, por esas curiosidades de la Historia que los historiadores optimistas no cesan de querer someter a ley descubriendo las causas, tales razones se repitieron una y otra vez en ese «discurso sabio» al que me acabo de referir. A saber: «Los críticos y los artistas formalistas al alimón no cuestionan la naturaleza del arte pero, como he dicho en otra parte, ser un artista hoy significa cuestionar la naturaleza del arte. Si uno está cuestionando la naturaleza de la pintura, uno no puede estar cuestionando la naturaleza del arte. Si un artista acepta la pintura (o la escultura) está aceptando la tradición que comporta. Esto se debe a que la palabra arte es general y la palabra pintura es específica. La pintura es una clase de arte. Uno está entonces aceptando que la naturaleza del arte es la tradición europea de una dicotomía pintura–escultura.»
El lector sensible habrá observado que el mismísimo principio del texto de Art after Philosophy recién citado, aparece esa temible palabra que satanizó, o relegó a la no visibilidad, la labor de más de uno: «Formalismo». Pero el caso es que semejante acusación, que no se prodigaba con tanta generosidad desde los tiempos de Djanov, persiguió con mucha más facilidad a los amantes de la pintura que a los escultores, aunque, bien es cierto, éstos eran mucho más proclives al parricidio que aquellos, empeñados como estaban los pintores impenitentes en seguir trasmitiendo significados con los arcaicos medios de esparcir pigmentos con pinceles sobre una superficie de dos dimensiones.
Las cosas así, y harto nuestro pintor de que se rieran de él cuando practicaba en clase la noble técnica de la pintura al temple, lió el petate y por medio de una Beca Erasmus partió a la Academia de Brera de Milán en el curso 88–89. Y conste que podría haber elegido otro destino, pues Londres, París, Dusseldorf y Bruselas aparecían en el elenco de ciudades donde escoger. Pero no, Italia fue el destino en un momento en el que todo el mundo miraba a Nueva York. Et pour cause!
Paco de la Torre fue a buscar a Giotto y corrió a la Capella degli Escrovegni en Padua. A pocos pasos pudo ver lo poco que dejaron los bombardeos aliados de los frescos de Mantegna en la Chiesa degli Eremitani, pero mire vd. por donde descubrió que justo sobre su aula en Brera se situaba la sala del museo dedicada a Carrà. Carrà que había sido profesor de Brera y el primero, después de la tempestad futurista, en repensar la historia del arte italiano. Un Carrà que, más que otra cosa, inspiraba odio a los alumnos actuales de Brera. Un Carrà cuyo Il pino sul mare de 1921 también había servido de inspiración para todas las Otomanias que en soledad, y por el tiempo que Paco de la Torre corría de fresco en fresco y caía sojuzgado por Carrà y De Chirico, pintaba no muy lejos, en Turín, Salvo: «4 ¿En qué diferirían las cosas si dudáramos de la calidad de las obras de Giotto, Masaccio, Caravaggio, Velázquez, etc, etc.?»1
Pero me consta que Paco de la Torre no conocía entonces a Salvo y que tanto sus primeros cuadros, como su libro Della Pittura, los conoció mucho después. Sí que tuvo, en cambio, oportunidad de conocer ampliamente la pintura italiana en la primera mitad del siglo a través de algunas exposiciones excepcionales. Así, que si partió de Valencia pensando que la pintura es el Renacimiento Italiano, ahora veía cómo otras posibilidades se enhebraban en aquella tradición seminal. Me refiero a «Arte Italiana. Presence. 1900–1945» que organizaron, en el Palazzo Grassi de Venecia, Pontus Hulten y Germano Celant. o a «Realismo Magico. Pittura e scultura in Italia 1919–1925» que pudo verse en Milán en el Palazzo Reale.
Porque es el caso que la pintura de Giorgio De Chirico y de Carlo Carrà, pero también de Ottone Rosae y Mario Sironi, le mostraron que la pintura puede todavía decir sobre el mundo y la vida. Que si bien es cierto que un cuadro siempre reenvía a otros cuadros como un texto reenvía siempre a otros textos, no es menos cierto que la pintura no por ello queda clausurada en una obsesiva auto referencia. Y así la pintura de Paco de la Torre más que describir proyecta un mundo como conjunto de posibilidades, donde los elementos fácilmente identificables en los que ha bebido, en su combinatoria, permiten nuevas narraciones donde comprendernos.
Historia, narración, pintura. Las cosas como están, casi da miedo el descaro de escribir las tres palabras juntas. Y, sin embargo, Paco de la Torre ni se arredra ni se esconde. Afortunadamente contra la nueva academia no está solo. Pues empieza a despuntar una generación que no necesita kilos de filosofía francesa –cuajada de galicismos en sus traducciones y glosas escolásticas– para enfrentarse otra vez, en un movimiento que no puede tener sino la forma de espiral, a la tarea de crear sentido nuevo a partir de algo tan arcaico como los lápices, papeles, lienzos, pinceles y pigmentos.
1 Salvo, De La Pintura, Temple– Pretextos. Valencia. 1989.
Frente a la herida luminosa. Dibujo.
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EXPOSICIÓN