El país Paco de la Torre

Juan Manuel Bonet

En el catálogo Metáforas de nada
Pocos pintores conozco en estos momentos a los que les vaya tan bien su nombre. Paco de la Torre, que así se llama el que quiero retratar en estas páginas, ha pintado, efectivamente, muchas arquitecturas imaginadas, y entre sus ídolos figura Giorgio de Chirico, aquel visionario impar que recreó, para legárselas a la memoria del hombre moderno, las Piazze d’Italia, y también las torres rojas de Ferrara, la capital de la metafísica.
Nacido hace treinta y dos años en Almería, donde creció rodeado de desierto, y de un clima fabril, y educado artísticamente en Valencia, que sigue siendo hoy su ciudad de residencia, Paco de la Torre dio sus primeros pasos dentro del grupo Los Tres Caballeros, al que también pertenecieron el pintor Fernando Cordón, las escultoras Silvia Sempere y Teresa Tomás y el fotógrafo Alfonso Herráiz. Contribuyó decisivamente a su fortuna crítica la colectiva Muelle de Levante, en cuyo catálogo emparenté su arte, tanto por el lado de la forma como por el del cromatismo, con el del italiano Salvo y con el de la brasileña Tarsila do Amaral. Lo apoyó desde el principio Ramón García Alcaraz desde su Galería My Name’s Lolita Art de la muy recoleta y muy italiana Plaza del Correo Viejo, la principal plataforma del pujante grupo neo-metafísico valenciano–cartagenero.
Aunque los datos precedentes permiten ubicarlo con cierta precisión en un contexto valenciano y español, y aunque Italia, por él visitada, también cuenta mucho para él, en realidad Paco de la Torre habita un país sólo suyo, fuera del espacio y el tiempo.
Un país en el que existen amplias y luminosas estaciones de ferrocarril desiertas, con altas bóvedas y con andenes junto a los cuales se alzan buques definitivamente convertidos en arquitectura, y por lo tanto definitivamente inmóviles. ¿Qué viaje, sino uno imaginario, puede empezar en tan extraños lugares?
Un país en el que por doquier proliferan los chalets racionalistas, pero donde, como sucede en Charrilandia, y en el país de Joël Mestre, no faltan construcciones de estilo más incierto, que nos hablan de cómo ese estilo se quebró, a partir de un cierto momento, y en ciertas latitudes –por ejemplo en los trópicos– en direcciones menos puristas, más orgánicas, complicadas y contaminadas.
Un país donde junto a un mar en calma en ocasiones es posible divisar torres que son gigantescas cabezas humanas, o gigantescas cabezas humanas que son torres, mientras  en otras –en ese cuadro estupendo que es Flores raras– edificaciones delirantemente fifties, entre gasolinera y mero pórtico ornamental, se recortan exactas sobre un crepúsculo anaranjado que recuerda los del nabi suizo Félix Vallotton, uno de los santos tutelares de Carlos Alcolea, y también de no pocos de los “hijos pródigos” y los “muellistas”.
Un país –seguimos bastante cerca del autor de Aprender a nadar– donde la Saltadora se nos aparece casi tan hierática como el trampolín que se alza junto a ella.
Un país generalmente silencioso, pero en el que se observan también fenómenos sociales, protagonizados por “hombres abstractos” o “vacíos”. En su día fueron los fantásticos Intonarumori russolianos, sus raros conciertos estridentistas. Hoy son los no menos fantásticos y no menos raros deportistas de La partida.
Un país generalmente estático, pero en el que el visitante se topa de repente con El ojo del arco, por cuyo pulcro cielo cruzan lentas nubes de volúmenes acusados, mientras mueve las cortinas rojas un viento parecido al que dirigía el ballet de las cuartillas que Agustín Espinosa escribía en la habitación nº 5 del Hotel Oriental de Arrecife de Lanzarote, en 1929.
Un país donde el precario equilibrio de lo real –Elementos clásicos– es sostenido por mujeres, columnas y cipreses, y en ese sentido entiendo muy bien el entusiasmo del pintor, cuando gracias a una reciente muestra de la Sala Parpalló, comisariada por Carlos D. Marco –crítico muy pendiente siempre, por cierto, del arte del almeriense–, pudo acceder al universo del desaparecido Lorenzo Bonechi, en torno al cual ha publicado en Postdata un buen artículo, significativamente titulado “Giotto visita a Mondrian”, y a este respecto hay que recordar que como epílogo a su “cuaderno de dibujos” Defensa de la arena (1994), ya figuraba un fragmento del Giotto de Carlo Carrà, editado setenta años antes por Valori Plastici.
Un país donde con la misma exactitud con que están pintadas mujeres, columnas, cipreses o nubes, son representados otros objetos cotidianos no menos fascinantes, como por ejemplo el ancla y el cactus, ambos muy “realismo mágico”, que figuran en El cielo.
Un país donde las arquitecturas multicolores del Nuevo estilo, o del Cerebro negro, o Nuestra casa, acaban teniendo algo de villanoviana Galería de espejos, en la que el ojo se pierde, y no sabe encontrar la salida.
Un país donde de esas arquitecturas –recordemos también en el mencionado Defensa de la arena, el dibujo titulado La casa del crítico– se pasa con cada vez mayor frecuencia a La seducción geómetra –así tituló un cuadro de 1993–, a la abstracción, a esas “formas esenciales” que supo detectar en Bonechi. Creo, a este último respecto, que empieza a poder hablarse de un Paco de la Torre abstracto, bastante menos literario y narrativo, pero tan buen pintor, y tan metafísico, como el Paco de la Torre figurativo.
Un país desértico donde de repente surge, sobre fondo rojo, una Cara diamantina, un instante de pintura silenciosa, maravillosa, extremadamente depurada, por un lado que no sólo remite a la moderna tradición constructiva, que por lo que se ve le está preocupando cada vez más al artista, sino que también nos hace pensar en ciertos solitarios españoles, como pueden ser el Juan Gris del primer cubismo, o el despojado Luis Fernández de la madurez.
Un país, por último, cuyo morador, Paco de la Torre, sabe muy bien, n’en déplaise à certains, que en este fin de siglo los mejores cómplices de los pintores siguen siendo los poetas –el suyo de cámara: Adolfo Barberá, que ha escrito sobre su obra, y del que Teresa Tomás y él ilustraron un libro extraño y estimulante donde los haya, El Gobierno de los pies (1995)–, expertos, como ellos, en esfinges, enigmas, arquitecturas y demás sueños geométricos.
Paco de la Torre. 1997

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