Vivir la pintura y pintar la vida, vivir

Carles Marco

En el catálogo Becados Alfons Roig 1998
La pintura de Paco de la Torre está pensada para no decir nada. Esta aparente boutade se refiere al «decir» oral o escrito, porque el artista perfila la huida del discurso, el rechazo de la narración. Me consta, lo he visto desde sus primeros trabajos, que es bien capaz de contar historias, de envenenar mentes, como dice El Roto en alguno de sus dibujos parlantes, eso es, Paco de la Torre no quiere hacer dibujos parlantes, ni tan siquiera quiere avecinarse a una poesía descriptiva, por otra parte, y en mi opinión, tan fácil de hacer; a veces se lo he pedido, pero veo que no, que la suya es una actitud que de alguna manera sería conceptual, si se hubiese inventado el conceptual no sujeto a palabras, si tuviéramos conceptos exclusivos visuales.
Paco de la Torre convoca, en quien quiere ver sus trabajos, y esto es importante de distinguir, una oscura e indemostrada capacidad de comprender sin explicaciones, de atrapar el pulso de lo real (aunque no sabemos muy bien qué quiera decir esta última locución: real) y lo realiza a través de una así llamada ósmosis, casi haciéndose, soñándose pintura él mismo, no quiere cambiar de un lenguaje a otro para poder comprender, lo que hacemos normalmente.
Su guía, su guardián del desierto pintado es él mismo, personaje mágico que sigue una rigurosa línea recta —un muelle la llama— provisionalmente ciego, y se deja guiar por un lápiz bastón —declaradamente un Faber Castell— hacia su único objetivo: el color. Ha hecho un largo recorrido, en el que la recolecta de figuras humanas, animales, plantas, objetos secretos, cielos verdes y tierras azules, le lleva al fin a encontrar la sola superficie cargada de  monocromía. Su fantástico guía ilustra, también, la privación de todos: no ver lo que tenemos delante, porque estamos incapacitados para percibir lo real; esta es la carencia: tan solo podemos incorporar información «real», cuando es entendida así: aquello útil, concreto y significativo que puede afectar a nuestra interpretación y nuestro ejercicio de la vida cotidiana.
El artista es un mudo voluntario, expresándose en mesurados gestos, que obedecen a un código de invención —cuyas bases observan los principios perceptivos— que se va simplificando.
El consenso sobre lo que vemos, sentimos o degustamos, está fundado en elementos de lenguaje —así de elemental— que tienen poco que ver con nuestras estructuras perceptivas, y mucho más con antiguas convenciones prácticas, que nos llegan como arcaísmos difusos, sin que la voluntad intervenga en absoluto, recomiendo ver su cuadro El fetichismo de las palabras (1997).
Me alcanza la memoria aquella antigua paradoja de Zenón, que demostraba la inexistencia del movimiento, !Con palabras! Y la respuesta práctica del ciudadano griego que lo escuchaba, ¡marchándose! Tal cosa ilumina los enormes problemas del lenguaje, si, para descifrar la realidad y hacerla comprensible y su completa autonomía: se justifica en sí mismo.
Sin el recurso a la imagen deconstruida, como sería el discurso de la fotografía contemporánea, De la Torre no quiere hablar de lo que son las cosas en sí mismas, no habla tampoco del principio de realidad o, más sencillamente, NO HABLA, porque, en sus imágenes, solo hay tejido de imagen, titánico esfuerzo.
Sus cuadros no hacen referencia, si acaso sus títulos incluyen el vacío, quizá porque el entorno no es tan interesante, prefiere seguir llevando adelante ese empuje necesario para fluir hacia la nada, ese intentar descifrar la nada con figuras, lo que llama en otro delicado cuadro La música de mis venas. Él intuye algo que se sitúa más allá de los vocablos habituales, sospechosos de esconder la realidad pretendiendo mostrarla, tan solo que, el más allá, en nuestra tradición, está edificado sobre las palabras, la bestia negra para Paco de la Torre, que cuando quiere, si que sabe hacer uso, como por ejemplo, en aquel famoso artículo en el Levante-EMV: Giotto visita a Mondrian.
El defecto del artista es buscar un discurso puro, que se adentre en el territorio visual sin adherencias de lenguaje, seguramente se equivoca, y busca un imposible, porque todavía no nos hemos librado de las palabras, o estamos demasiado condicionados por sus secuelas. Palabras: sus ruidos de fondo, cuando nos llegan, están deformados por el famoso efecto Doppler, pero con los instrumentos adecuados, escuchando ese rumor subterráneo pero soberano, se podría reconstruir un pasado atravesado por el terror y la perplejidad, por la sensación de lo siniestro e inquietante que fundamenta la antigua mitología, y encontraríamos, de ese modo, una dramática y oscura masa de fuerzas, de violentas corrientes gravitacionales, que se extienden a los pies de la brillante cúpula posmoderna, y la arrastran hacia abajo.
Paco de la Torre da un paso más en nuestro avance como civilización, abre un agujero en la cáscara y se asoma al exterior. Lo que hace con su pincel es un esfuerzo por librarse de aquellos significados fuertes del lenguaje, profundos pero ya podridos por el mal uso durante siglos, y proyectar una nueva lengua, luminosa, solar, hecha de energía pura, pues se puede sentir enseguida la falta de palabras para hablar de lo visible y lo invisible.
Tiene un cometido que nace de la visión: propone una nueva humanidad. El lenguaje es nada más una forma de representación, con este elemental punto de partida, ha asumido el todo por la parte, y viene declarado como pensamiento, como Señor supremo, al que se pliega el resto de lo existente. Paco lo denuncia y actúa como el pobre campesino de un burgo aislado, que se revela con todas sus fuerzas contra el tirano feudal. Quiere, utópico, crear otro tipo de comunicación, una comunicación de imágenes, pura, que no se centre en convenciones, sino que arranque de los estratos más hondos e inaccesibles del ser humano, sin correlación con las palabras; quiere un pensamiento de imágenes, nos quiere convencer de ser artistas también nosotros, busca hacernos entrar en su corriente de creatividad, sin demarcaciones verbales.
Su materia prima es la pintura, asombrado de que no seamos capaces, después de siglos de haber creado por su mediación, de elaborar pensamientos complejos, sin necesidad de locuciones accesorias.
En su trayectoria se encuentra ahora anclado en el puerto de la monocromía. Qué sea la monocromía -el descubrimiento de los grandes artistas- es un asunto que llevó a la crisis la última pintura moderna, porque la monocromía ha sido la esencia, la base y el fundamento de la pintura; la tabla rasa de la posibilidad infinita de signos. Y también ha actuado de manera opuesta, como la negatividad simbólica del significado, como su ausencia crítica, su rechazo y su fin.
De la Torre enfrenta el arte como algo capaz de dar significado, pero como la poesía, que utiliza el lenguaje como venganza para retorcerlo, exprimirlo, darle la vuelta, matarlo casi, para hacerle perder su amargura y su violencia interior.
En cualquier caso, Paco de la Torre nos fuerza a ver, simplemente ver, aquello que tenemos delante, un exclusivo discurso visual, sin prejuicio ni concepto. Nos priva del conflicto del significado, ese sentido realista de la fotografía que opera el grupo de Vancouver, que utiliza las palabras dentro del cuadro, sólo para redoblar el efecto no narrativo, para redundar en lo evidente, ¿y para hacernos comprender qué? No necesitamos de las palabras, son un icono, una figura más que ocupa un espacio determinado, en el que, desoladoramente, nos perdemos cuando dejamos de percibir la faja de realidad que las rodea. A Paco de la Torre lo acuso de radical, de querer dejarnos huérfanos deslenguados, de no proponer ninguna realidad práctica como método de salvación, de hacer saltar las jerarquías sin ofrecer nada a cambio.
Nos obliga a parecernos a esas figuras suyas que llevan el agua en el propio culo, Agua en los bolsillos (1997) cuando se adentran en el desierto. El desierto: horizontal, vacío, significado mínimo, ha sido su paisaje de infancia, Almería le ha hecho ese regalo. La monocromía natural de un territorio liso,  áspero y severo, emerge paulatina de entre sus adhesiones.
El artista, con una sabiduría sin tiempo, recuerda los desiertos de donde el hombre ha salido, y entona La canción del infinito (1997), o Nada entre la nada (1997) a la que sobrepone la condición de otra de sus telas recientes: Nómadas (1997). La dureza viene paliada por  Entreduna (1998), una tela donde refiere un éxtasis de la mirada, que se prolonga por la nebulosa de la sensualidad. Y va emergiendo una cadena de obras que se suceden con un argumento: El desierto pintado, esencial, por su minimalismo expresivo, pero también esencial por su deshabitada condición originaria. El desierto que se contrapone a sus arquitecturas iniciales, a aquellas paredes trasparentes, y que trepa y crece por las superficies monocromas de sus últimos cuadros abstractos. Lo inhóspito gana la batalla al deseo de convivencia, se vuelve adusta la pintura, pero no pierde calidez, es seca, decidida, pero no es árida.
Paco de la Torre da con la forma y la disuelve en planos que construye el color, protagonista casi único, es casi un recorrido doloroso, una penitencia, para quien ha querido permanecer fiel a la figura, y lo hace hasta el final, investigando sus determinaciones íntimas, descubriendo nuevos modos de expresarla, sin traicionar un concepto del arte, seguramente romántico, pero dotado de una inmensa energía, llena de convicción y fe en los medios que ofrece la, tantas veces, muerta y enterrada pintura. Defino a Paco de la Torre como un ateo, pero enamorado de la espiritualidad.
El desierto pintado

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