Y ahí, no en un rincón, ni en segundo plano, sino hacia el centro de un posible retrato de los que -sólo para entendernos- han sido llamados «metafigurativos» o, más concretamente, «neometafisicos» estaría Paco de la Torre. Ya sabemos de quiénes hablamos. La foto, aunque hay otros enclaves indispensables para la última pintura, estaría hecha en Valencia. Esto conduce a veces al extravío de pensar que se trata de un grupo con algún programa que desarrollar en común (lo cual hace más fácil, claro, el desdén en bloque, situándose del otro lado). Pero no es así. Lo común entre ellos viene a ser una complejidad, muy diferenciada, con la que, eso sí, en todos, sea cual sea su «estrategia», la pintura aparece como un oficio indesarraigable de los sentimientos ante el mundo y su realidad o irrealidad.
Tintes sombríos
En el caso especial de Paco de la Torre, ese oficio, brillante y disciplinado en las sabidurías de la tradición, no sirve a una mecánica pop o conceptual. La irrealidad del mundo, ese estupor y esa extrañeza de la conciencia ante la visión de sus transformaciones, ha tornado unos tintes sombríos por muy juguetonas que parezcan en su especie de «vuelco» conceptista, las formas invitadas a ocupar el teatro de la representación. Lo melancólico y crepuscular de ese juego, en el que la pintura cubre como una piel o un velo el espacio sin fisuras que se hace compacto a la mirada ha hecho que a Paco de la Torre se le haya afiliado sin más con sus abuelos más o menos ferrarescos. Las apariencias hiperestilizadas de la realidad duermen el sueño de las metamorfosis bajo una superficie que envuelve homogéneamente lo ilusorio e intercambiable de las figuras y los horizontes. No hay resquicio alguno, como tampoco lo hay en Salvo, para siquiera un hálito de brisa viva. Una totalidad opaca funde la completa indiferenciación de lo que vemos. Ocurre, sin embargo, como testimonian sus colaboraciones con el poeta Adolfo Barberá (la que gira en torno a las Soledades gongorinas será pronto presentada en Bruselas) que el empeño formal, estilizante, se da cita aquí, al revés que en Carra, con una poética más bien barroca, con un desengaño visual que se hace circular y sin término. Además, ese desengaño antiutópico echa mano de muy otros recuerdos: una geometría a lo Van Doesburg que no guarda -es un interior- ningún resto de su idea; un autómata propio de las utopías ingenieriles de Schlemmer o de cierto Malevich en el que nada queda de sus futuros soñados; sólo un humor estupefacto ante la incertidumbre de sus transformaciones sin fin. Está, sí, la calidad pictórica -puede que italianizante de lo «hecho» por una mano del viejo oficio. Y el lujo cierto de esta pintura cubre y encubre ese oficio de desengaño con una sensualidad oscura, casi asfixiante que nos hace sentir un inquieto vértigo ante la brillante opacidad de esa malla bajo la que duermen los bultos su sueño ciego.