La bella arponera son dos

Adolfo Barberá

En el libro El acertado pie de DL
ISBN:
Para Ángel Enciso
Tour de force para Paco de la Torre: leer las Soledades.
Es cierto, el concepto gongorino no se deja ver con los ojos, aunque apele a éstos y a los demás sentidos (a su memoria) para asegurar el traslado. Grande es la tentación de entrarle a las Soledades por el lado “impresionista”. Al fin y al cabo el pintor viene de la escuela metafísica, ha cortejado el misterio de la belleza del objeto y ha aprendido a darle forma, despojándolo de la profundidad terrosa de sus primeros años, aquellos que precedieron su estancia en la Academia de Brera.
Lejos estamos aquí de los reproches nostálgicos que Francisco Pacheco formulase contra la pintura de borrones, esa pintura que abrevia sobremanera el acabado del bosquejo, lo que Giuseppe Ungaretti llama el atajo del Greco.
Lejos estamos también del variado catálogo de adscripciones elaborado por artistas y críticos: Góngora barroco, Góngora manierista, impresionista (acaso por los borrones de Pacheco), nebuloso–simbolista (en una línea mallarmeano–daríica), cubista (sobre todo en las querencias de algunos poetas del 27), etc.
Paco de la Torre leyó, dibujó, bosquejó y dio color. La trayectoria no puede ser más clásica, más ajustada al canon de Pacheco. Los 39 óleos, presentados por primera vez en los Aljibes de Almería, son el testimonio de un trabajo de lectura, de varias conversaciones, de una serie de dibujos y finalmente de la acometida del lienzo.
A decir verdad, el pintor no siguió ninguna de las líneas de trabajo que le fueron propuestas y que hoy podríamos resumir con la siguiente frase: la poesía gongorina es poesía de confusión y su imagen fundadora es la del pie vulnerable hollando el suelo.
A modo de obertura, Paco de la Torre me sorprendió en mayo de 1998 con un primer dibujo que recibí por correo electrónico. El título (“sin luz no siempre ciega”) me pareció menos enigmático que la brevísima figuración a la que acompañaba. La puntuación (incorrecta con arreglo a las pautas del castellano actual) suprime la coma que sigue al sustantivo ‘luz’, produciendo un efecto poético en todo punto diferente al solicitado por el poeta, ya que siendo difícil imaginar una luz que sea no siempre ciega, la intuición de una ceguera constitutiva de toda luz no deja de ser un hallazgo (conceptuoso o no, es cuestión para los especialistas) sorprendente en un pintor de objetos y figuras que por necesidad debe moverse en la copia de luz y en el claroscuro.
De cualquier forma, si restituimos la coma del poeta por el pintor cegada, nada ha cambiado. Seguimos estando ante una obra del espíritu de sutilísima factura tanto en el dibujo como en el color.
Situemos ahora el maniatado verso en su contexto. El lector acaba de llegar a la recta final de la inacabada silva:
El peregrino presencia una cetrera cacería manteniéndose a cierta distancia, aquella que le viste el duelo por la pérdida del objeto. El poeta describe en ese momento el cortejo de rapaces que participan en la jornada: neblí, sacre, gerifalte, baharí, borní, aleto, azor y, el nunca nombrado búho, Ascálafo. Pues bien, para introducir la comitiva, canta el poeta:
II
735
Entre el confuso pues celoso  estruendo
de los caballos, ruda hace armonía
cuanta la generosa cetrería,
desde la Mauritania a la Noruega,
insidia ceba alada,
sin luz, no siempre ciega,
sin libertad, no siempre aprisionada,
que a ver el día vuelve […]1
“Sin luz, no siempre ciega” designa la ceguera, la provisional invisión o invidia que afecta a la rapaz en el momento que precede a la caza, ceguera momentánea que resulta del capirote que cubre la cabeza del ave. El verso siguiente (“sin libertad, no siempre aprisionada”) redobla la primera contingente condición de ceguera temporal en otra que afecta a la libertad de movimiento y que designa una traba transitoria.
Traba y ceguera: es cosa sabida, el apareamiento conceptual y sintáctico de los versos constituye un rasgo característico del estilo y de la versificación gongorinas.
Antes de volver al cuadro, uno podría preguntar de dónde viene esta restricción visual y motora que afecta a las rapaces. Parece claro que al cegarlas momentáneamente se pretende reducir la excitación que proviene de los objetos visuales, manteniendo intacta de esta forma su capacidad de ataque. El proverbial ojo del águila se ve así destituido temporalmente. El capirote apunta hacia su levantamiento, tras el cual se producirá la descarga.
La lucha a muerte que prolonga la secuencia iniciada con la enumeración de rapaces y atributos se puede dividir en tres secuencias menores perfectamente trabadas: la caza de un doral o herón por un baharí, el marino2, la rapaz española a la que cabe el honor de abrir la serie; seguida por el ataque cruento de una bandada de cuervas –atraídas por el “oro intuitivo”– que se calan a los ojos brillantes de un búho,  y en fin, la caza, al alimón, por un gerifalte y un sacre, de una de las cuervas que, despistada, había quedado sola o rezagada.
La secuencia –de una precisión y de una sensualidad que hoy se nos antoja inalcanzable3– se inicia con el doral abandonado a su blancura, oculto en unos carrizos4. El descuidado pájaro se echa entonces a volar, alejándose del carrizal, momento en el que el baharí, “puesto en tiempo”, como escribe Góngora, se lanza tras él. Parece como si el descapirotar y el destrabar hubiesen hecho ingresar a la rapaz en el tiempo.
Irrumpe entonces de forma inesperada, casi anticlimática, la mirada del peregrino.
Con un manejo a mi modo de ver inédito del zoom, de una forma que prefigura el cine y hasta cierto punto lo inventa, canta el poeta:
II
858
No sólo, no, del pájaro pendiente
las caladas registra el peregrino,
mas del terreno cuenta cristalino
los juncos más pequeños,

862
verdes hilos de aljófares risueños.

¿A qué viene esta digresión que asocia la visión de lo lejano y potencialmente mortífero con la contemplación de lo diminuto, sencillo y amable? ¿Quién es ese peregrino que no deja de ver junto a la cruenta escena de caza la delicada suavidad de lo pequeño?
Durante algún tiempo se me antojó que esa conciencia hipertrofiada de lo minúsculo que atraviesa la majestad del gran estilo cetrero era señal de melancolía, una suerte de debilidad que amenazaba al gran edificio de la violencia soberana.
A primera vista, sólo un blando (voluntariamente exiliado) como el peregrino podría fijarse en las gotas de agua que hay en la hierba justo en el momento en que un baharí se apresta a abatirse sobre un doral. El instante del acometer violento soporta el inaudito contrapunto de un detalle –las gotas de rocío– que distrae, como si en la sesión de montaje el director decidiese insertar en medio de la ejecución del crimen una imagen o secuencia lírica, ajena, al menos en apariencia, a lo que está en juego. ¿Que nos dice el poeta con este montaje?
Hay no pocos indicios de melancolía, esto es, de la condición de pérdida del objeto, a lo largo del texto gongorino. Por ejemplo cuando el peregrino sale al encuentro de los jóvenes que ha estado contemplando desde el interior de una encina hueca. Entre ellos se encuentra un anciano que simpatiza de inmediato con el joven, en quien ve una reminiscencia de su hijo perdido en el mar. El anciano recibe con lágrimas (“los tiernos ojos llenos”) el cortés saludo del extranjero,
I
361
reconociendo el mar en el vestido
(que beberse no pudo el sol ardiente
363
las que siempre dará cerúleas señas)
[…].
Que el anciano (en duelo, enlutado) simpatice con un joven en el que percibe restos o signos de un naufragio no es poético ni extraordinario. La correspondencia o la afinidad poética se produce antes bien entre ese duelo y las “cerúleas señas” que no sólo son huella del mar (del estrago producido en la lucha contra el mar) sino –y ahí el adverbio “siempre” juega un papel decisivo– signo indeleble de otro duelo o luto constitutivo del caminar errante del peregrino.
Las señas cerúleas, esto es azules, blue, melancólicas, permanecerán siempre en el tejido, incluso después del poema y a pesar del sol ardiente, ese sol de tauromaquia que lo secó, embistiéndole con lengua de templado fuego. En esa marca indeleble –algo así como un perpetuo moratón– quise ver un indicio de la melancolía constitutiva del personaje.
Otro indicio que parecía confirmar la pista melancólica era el momento –también en la primera soledad– en que el peregrino contempla la belleza de la desposada. La complejísima imagen utilizada por el poeta –basada en el tópico clásico del pie vulnerable que pisa al ofidio– remite a otra anterior que pone en escena el gesto de rechazo frente a las lisonjas del mundo, tan característico de quien está sometido al trabajo del luto:
I
592
no céfiros en él, no ruiseñores
lisonjear pudieron breve rato
al montañés, que, ingrato
al fresco, a la armonía y a las flores,
del sitio pisa ameno
la fresca hierba cual la arena ardiente
de la Libia, y a cuantas da la fuente
sierpes de aljófar, aún mayor veneno
600
que a las del Ponto, tímido, atribuye
[…].
Tan abrumado está el anciano por el peso de la desgracia que no es capaz, en medio de la asfixia canicular, de darse el placer de una fuente: huye del agua derramada como si de una líbica y muy clásica sierpe se tratase.
Cuando en un momento ulterior el peregrino evoca el objeto perdido, vuelve el poeta a hacer uso del mismo tópico:
I
743
Y en la sombra no más de la azucena
que del clavel procura acompañada
imitar en la belleza labradora
el templado color de la que adora,
víbora pisa tal el pensamiento,
que el alma, por los ojos desatada,

749
señas diera de su arrebatamiento,
[…]

La matriz original (la sierpe pisada, el pie vulnerable, sinécdoque –como ha demostrado Mercedes Blanco– del peregrino) vuelve a actualizarse, pero en esta ocasión con un sentido diverso del anterior. Si antes la lisonja del arroyuelo fresco era comparada al veneno de un ofidio del Ponto, ahora la sierpe no es lisonja sino recuerdo oculto que puede herir en el momento más inesperado – por ejemplo cuando el joven está admirando y hasta ensalzando la belleza de la desposada aldeana, que es sólo sombra del templado color “de la que adora”: es en esa sombra (léase: lugar no inmediatamente visible) en donde mora, silenciosa y expectante, la víbora que pisa el pensamiento.
Sin embargo, esta premisa melancólica nos suministra una pista falsa. El lector debe desbrozar el texto de tópicos literarios (errancia del amante no correspondido, locus amoenus, etc.) para que esas gotas de rocío intercaladas en la escena de cetrería cobren sentido. La mirada penetrante y atenta del peregrino –que fija unas diminutas gotas de agua al tiempo que contempla la cruenta escena– no es índice de melancolía sino más bien de un cierto goce visual no tan lejano del que se atribuye al espectador taurino. (Es bien sabido que la superioridad eclesiástica de Góngora censuró su afición a la tauromaquia.) Esa conciencia hipertrofiada de lo pequeño (o si se prefiere del detalle), esa lucidez visual es propia de momentos de gran tensión y riesgo.
Que hay goce, no hay más que leerlo en los versos que interrumpen la caza, los que vienen inmediatamente después de la tercera secuencia, la que podríamos llamar “de la cuerva despistada”. Gerifalte y sacre se disputan la cuerva (“breve esfera de viento”, la “negra circumvestida piel”, la breve esfera “ya desplumada”). El poeta indica hacia el final de esta secuencia que el extranjero libra toda su vista al vuelo de las dos rapaces. La expresión “su vista libra toda” da una idea bastante aproximada de cuál puede ser su goce. Ahora bien, cuando se escucha el “último graznido” de la desdichada (destrozada) cuerva con la que ambas feroces aves han jugado a la pelota, concluye el poeta:
II
937
Destos pendientes agradables casos

938
vencida se apeó la vista apenas
[…].

No es esta la única instancia de agradables casos5 en el poema, como veremos más adelante.
Regresemos ahora a Sin luz no siempre ciega. El enigma de este cuadro viene azuzado por el capirote de un amarillo intenso depositado en medio de sombríos tonos verdes y ocres. Reconocemos aquí rasgos inconfundibles de la pintura de Paco de la Torre: la forma geométrica y la forma humana fundidas con un soporte o con el paisaje; la anamorfosis de una luz desviada de su fuente, una luz que no es de este mundo y que sólo está al servicio del objeto que persigue con una insistencia perturbadora. Así, el capirote amarillo que reposa sobre el suelo, al pie de una especie de tronco perchero, irradia una zona de luz a su alrededor, lo justo para poder proyectar su sombra. Se diría el círculo producido por el chorro de luz de un cañón.
¿Qué concepto se esconde (y se exhibe) en esta tela?
Concepto aquí es el concepto de Baltasar Gracián y de sus contemporáneos, no el concepto que encierra o que propone el arte llamado conceptual.
Porque al hablar de concepto y no de imagen, estamos recordando que para el lector barroco el verso de Góngora no es (sólo) una imagen sino un concepto, a saber:
«una combinación singular de significantes que, provocadora por su extrañeza, apela a un trabajo de desciframiento dando acceso de esta forma al goce de un pensamiento».6
La imagen había recibido un espaldarazo en el Concilio de Trento (“cierto es que se saca gran fruto de todas las sacras imágenes”, se puede leer en las actas de dicho Concilio). Para Pacheco, suegro de Velázquez, y a cuyos buenos oficios (o mentalidad de manager, como pretenden algunas voces maledicientes) debemos el retrato de Góngora que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Boston, las imágenes “vivamente pintadas” son el instrumento “más fuerte o más eficaz” para “mudar los afectos” ya que:
«segun los varios concetos que aprehende nuestra fantasia de las formas diferentes, se hace en ella tan firme impresión que causan movimientos y señales notables en los cuerpos humanos».7
Para ilustrar “la impresión que causa la vista” trae Pacheco a colación –tras haber citado varios ejemplos y como colofón– la historia de las ovejas de Jacob:
«Para remate destos exemplos de la impresión que causa la vista, nos debe bastar, por ahora, el que trae la Sagrada Escritura de las ovejas de Jacob, a quien puso delante las varas descortezadas de donde resultó a una parte del ganado las agradables manchas.»8
La historia es la siguiente:
Habiendo dejado su país para huir de la cólera de su hermano, Jacob se instala en tierras de Laban, su tío materno. Tras muchos años de estancia en aquellas tierras, Jacob, esposo de cuatro mujeres y padre de once hijos, decide, elevado ya a la categoría de patriarca, que ha llegado el momento de regresar a su tierra de origen. Su tío, y entretanto suegro, intenta retenerlo en vano aumentándole el salario. Sin embargo, tan fuerte es su deseo y tan firme su resolución de marcharse, que está dispuesto a hacerlo sin recibir ninguna compensación a cambio. Al menos eso es lo que dice, porque en realidad está tramando una treta –algo habitual en los relatos del antiguo testamento– para marcharse resarcido del duro trabajo ofrecido a su suegro. La astucia es la siguiente:
Jacob dice a Laban: no me des nada; yo simplemente tomaré entre tu ganado los corderos punteados o manchados, los corderos negros y las cabras punteadas o manchadas. O dicho en el castellano de la biblia de Ferrara:
«y todo carnero roxo en los carneros y rodado y pintado en las cabras sera mi precio».9
Parece ser que los corderos no blancos o las cabras rayadas eran infrecuentes en el imaginario bíblico, por lo que la oferta que realizó Jacob tenía traza de ser razonable. La misma noche en que concluyeron el acuerdo, y antes de poner su cabaña a disposición de Jacob para que este escogiera el ganado según el principio de selección aceptado por Laban, este último toma todo sus animales punteados o rayados así como los corderos no blancos y los envía muy lejos, con sus hijos. Dice el narrador bíblico (Genesis XXX, 37-43):
«y tomo a el Yahacob palo de alamo verde y avellano y castaño y descortezo en ellos cortezas blancas descubierto el blanco que sobre las varas * y hinco a las varas que descortezo en las pilas en abrevaderos de las aguas que venian las ovejas a bever a escuentra de las ovejas y escallantavanse en su venir a bever * y escallentavanse las ovejas con las varas y parian las ovejas faxados pintados y rodados * y los carneros espartio Yahacob y dio façes de las ovejas a faxado y todo roxo en ovejas de Laban y puso a el rebaños a su solas y no los puso con ovejas de Laban * y era en todo escallentarle las ovejas las tempranas y ponia Yahacob las varas a ojos de las ovejas en las pilas por escallentarlas con las varas * y en detandarse las ovejas no ponia y era las tardias para Laban y las tempranas para Yahacob * y fruchiguo el varon mucho mucho * y fue a el ovejas muchas y esclauas y esclauos y gamellos y asnos».
La estratagema de Jacob consiste en crear una ilusión óptica en los animales, que al “ver” las “varas descortezadas” en el momento del acoplamiento, conciben animales de pelo coloreado, como si se hubieran acoplado con animales de pelo “pintado” o “rodado”. En cuanto a las ovejas, el método, tal y como resulta del texto en ladino, es más oscuro y complicado, aunque la idea subyacente parece ser la misma: en el momento del acoplamiento se enseña a los animales las varas “descortezadas” u otros animales “pintados” o “rodados”. El conceptuoso método que aplica Jacob para obtener ovejas punteadas o rayadas a partir de ovejas blancas es pues hincar varas descortezadas en un abrevadero para de esta forma “escallentar” (léase excitar sexualmente) a las ovejas.
En el exemplo de Jacob, el concepto opera a través de la “impresión que causa la vista” – las “imágenes vivamente pintadas que casi violentan los sentidos incautos”, como escribe Pacheco. La agudeza reside en la correspondencia que se establece entre, de un lado, la apariencia de una vara descortezada que deja entrever el blanco, y de otro lado, una oveja blanca rayada.
Ahora bien, si el método (¿jacobeo? ¿jacobino? ¿santiaguero?) se nos antoja conceptuoso, como conceptuosa es su utilización por Pacheco a título de ejemplo para justificar –ratificando de paso Trento– la eficacia de la imagen, lo que nos está sobre todo diciendo a voces es que por muy singular, extraña y maravillosa que sea la combinación de significantes que apelan a una gozosa labor de desciframiento, nada de esa maravilla (las agradables manchas de Pacheco) sucedería sin el “escallentamiento” de la imagen.
En otras palabras, sin el escallentamiento de sus imágenes, sin el señuelo de unas simples varas descortezadas, los conceptos gongorinos no habrían sido transmitidos y por descontado no nos conmoverían. El “goce del pensamiento” del lector o del espectador barroco es inconcebible sin la mediación de los sentidos. No es una poesía sensual, pero sin lo sensual que hay en ella no sería la poesía que admiramos.
Es cierto, en la escritura gongorina no hay adorno en sí ni hay cabos sueltos. Y sin embargo sí que hay lugar para la observación de Wallace Stevens, un poeta que supo medir el tamaño descomunal de la reducción de la imagen:
Life’s nonsense pierces us with strange relation.10
Wallace Stevens, al igual que Lezama Lima (otro poeta americano de estirpe mallarmeano–gongorina: Lezama escribía en su estudio bajo la mirada protectora de sendos retratos de Mallarmé y de Góngora), gustaba de la prosa de catálogo, que leía con avidez. Coleccionista de arte contemporáneo, su pieza más preciada era un dibujo de Bracque. Se rumorea que su célebre poemario The man with the blue guitar fue inspirado por un cuadro de Picasso. Wallace Stevens, en el otro extremo de este largo camino del concepto y de la imagen, quiso, desde su despacho de vice–presidente de la compañía de seguros Hartford, llevar la reducción del tropo y de la imagen hasta una posición liminar :
Phoebus is dead ephebe. But Phoebus was
a name for something that never could be named. 11
El poeta debe proporcionar las ficciones (las varas descortezadas) sin las cuales el hombre sería incapaz de concebir la vida. Cuando Stevens elimina el residuo, no aparece la cosa en sí sino algo más próximo a la virtualidad – sombra o presentimiento de una realidad por venir, abierta en posibilidades.
Con arreglo al programa conceptista, podríamos afirmar que la imagen de los dos capirotes en el cuadro de Paco de la Torre Sin luz no siempre ciega encierra un concepto, esto es una escondida correspondencia entre objetos: por un lado, el capirote del suelo que ocultara otros ojos, huella de una pasada invisión que no vemos ahora en el cuadro; por otro lado, el capirote de la presente invisión, bien anclada, antropomórfica cabeza fundida con el soporte. Ver y no ver, luz no siempre ciega. O más bien, invisión, invidia virtual y más perfecta del capirote depositado y por ello de un color vivo entre ocres y verdes oscuros. Acaso el capirote oculta (¿o es?) una vara escallentada, principio jacobeo de la cetrería, invisión que abre mundos presentidos.
Existiría entonces la tentación de contemplar la trayectoria pictórica de Paco de la Torre desde 199412  como un vasto dominio (que está aguardando a su Hermes) de escondidas correspondencias entre el sueño y la vigilia. Acaso deberíamos agradecer al artificio del pintor el habernos procurado un goce adicional que de otra forma no habríamos conocido. Yendo más allá, un buen comentarista haría aparecer las correspondencias –rescoldo de sujeto– que existen en toda obra. Como escribe Gracián: donde no hay ingenio es el “desierto del discurso”13.
En el origen del proyecto, una tentación: ¿qué sucedería si el pintor de las metáforas de nada fuera sometido al bombardeo de significantes de un texto tan saturado como son las Soledades?
La primera lectura del pintor: Sin luz no siempre ciega.
Una segunda lectura: Vuelta la quilla.
Una versión de esta historia puede hallarse en un texto que acompañó a la exposición El olvido del ojo14. La primera frase de ese texto:
«Vuelta la quilla, exactamente el viaje que nos llevara desde Sopalmo a Cala Potos: Bodegón de la Libertad.»
Proporciona una entrada nada desdeñable. Aparecen en el margen derecho de la página dos reproducciones de sendos óleos separados entre sí por un lustro. Se trata de Bahía Inútil (1994. 97×130) y Vuelta la quilla (1999. 33×41). Cinco años habrán transcurrido hasta que vuelva a aparecer el inquietante reflejo que se proyecta sobre unas aguas oscuras, muy oscuras. A pesar de la luminosidad amarillenta de la quilla, que reenvía al capirote amarillo depositado en el suelo y rodeado de oscuridad ocre y verde (Sin luz no siempre ciega), el reflejo no viene del cuerpo luminoso.
El contexto inmediato del verso recogido en el título de esta obra (Vuelta la quilla) es un canto combinado que interpretan dos humildes pescadores, que el peregrino escucha al caer la noche tras haber asistido al relato de las hazañas piscatorias de dos muchachas, precisamente las que provocan el amor y los cantos de los mancebos. En la primera intervención del joven llamado Licidas se leen estos versos:
II
542
¿A qué piensas, barquilla,
pobre ya cuna de mi edad primera,
qué cisne te conduzgo a esta ribera?
A cantar dulce, y a morirme luego:
si te perdona el fuego
que mis huesos vinculan, en su orilla
548
tumba te bese el mar, vuelta la quilla.
El pescador enamorado le dice a su barquilla (y hay varias barquillas pobres, así como albergues, entre los óleos que Paco de la Torre presenta) que ella será la tumba de sus huesos, vuelta la quilla.
El cuadro Bahía Inútil nace de una vaga querencia patagónica comunicada a Paco de la Torre por el autor de estas líneas, prefigurada en el texto que acompañaba al catálogo de la exposición Defensa de la arena.
Topónimo asociado al estrecho de Magallanes, la bahía llamada Inútil es huella del esfuerzo (a menudo infructuoso) desplegado por encontrar un paso entre el Atlántico y el Pacífico. La toponimia de aquella región no es nada esperanzadora: Isla Desolación, Puerto Hambre (asentamiento hoy desaparecido), Seno de la Última Esperanza (en el que por cierto resuena conceptuosamente el Cabo de la Buena).
En Bahía Inútil hallamos esa oscuridad ocre en la que se destaca un elemento más luminoso, un barco sobre el que está fundido un rostro que vemos de perfil. “Lechoso el alabastro con que comerciamos el instante”, rezaba la inscripción incluida en el catálogo. Bajo el alabastro lechoso se insinúa un amarillo pálido.
Hallamos en Sin luz no siempre ciega reminiscencias de Bahía Inútil. En primer lugar, la gama cromática de ocres, naranjas y azules. En segundo lugar, el doble motivo antropomórfico, insinuado en Sin luz no siempre ciega por el juego de presencia y ausencia de los dos capirotes. En tercer lugar, la similitud del motivo (fusión de una cabeza (de perfil) con un soporte y la presencia en primer plano de una estructura vertical). En cuarto lugar, la coronación de la estructura vertical por un sentido (la vista; el oído).
Se podrían mencionar, por supuesto, otras reminiscencias del repertorio del pintor, como por ejemplo La menor onda chupa al menor hilo (1999. 33×41), en donde encontramos un desierto configurador de formas insinuado en obras de 1994 como Región (1999. 81×100). O Con pecho igual que aquel candor primero (1999. 41×33), cuyos árboles volvemos a encontrar en Olvido y vacío (2000. 162×162), motivos ya presentes en la obra de Paco de la Torre desde al menos 1994 (Jardín automático, Arboleda).
Sin embargo, a pesar de todos los indicios apuntados, nos encontramos ante una obra atípica. Los 39 óleos constituyen en mi opinión una sola obra en la que existe unidad de tiempo en la creación: los dibujos fueron realizados de una vez, durante unos pocos días. La ejecución de los cuadros siguió un plan sistemático.
El hecho de que hallemos reminiscencias, correspondencias, un cierto empleo del color (que se convierte en objeto) y de ciertas figuras o motivos, no significa que la presente muestra hable la lengua de Paco de la Torre. El universo imaginario, el inagotable repertorio icónico de la presente muestra está habitado por imágenes directamente importadas del texto gongorino. Pero sobre todo hay confusión, un “verter junto” de los recursos del pintor y del poeta. Por ello no es exagerado ni redundante afirmar que nos encontramos ante una obra única, extra–curricular.
Tomemos Entre crespos buscaba caracoles (1999. 33×41), un cuadro en el que aparecen dos caracoles o caracolas marcadamente erotizados, posados sobre una superficie plana de color rojo saturado. (Dejemos de lado el concepto encerrado en la erotización de un animal notoriamente asexuado como es el caracol.)
Que las caracolas están posadas, viene sugerido por unas tenues sombras. La apertura de las caracolas es vulvar y el caparazón viene coronado por pezones. Esta figuración tan expresiva no hace que la composición pierda la mudez o el silencio característicos que la crítica con frecuencia ha señalado a propósito de los cuadros de Paco de la Torre15.
A menudo asociado al enigma o al misterio de las imágenes ‘purificadas’, el silencio se predica de aquello que no habla. Pintura que no habla. O pintura que dice cosas de manera callada. En cualquier caso, algo hay ahí que nos serena o nos inquieta pero que no deja  de invitarnos continuamente a seguir mirando. El pintor ha traído cosas extrañas a un mismo lugar. Al afirmar el silencio–enigma postulamos una secreta correspondencia, una oculta relación, una cripta abierta ante los ojos. De ahí el silencio.
Y sin embargo el cuadro titulado Entre crespos buscaba caracoles va a hablar, y va a hacerlo, según se verá, con arreglo a un modo no del todo ajeno a la poética gongorina del concepto.
Veamos en primer lugar el contexto del verso “entre crespos buscaba caracoles”.
Nos encontramos en el mismo contexto en el que aparece el verso “vuelta la quilla”, es decir en el canto amebeo de los dos humildes pescadores que quieren despertar el amor de las dos hermanas arponeras. Canta Licidas:
II
556
Las rugosas veneras,
fecundas no de aljófar blanco el seno,
ni del que enciende el mar tirio veneno,
entre crespos buscaba caracoles,
cuando de tus dos soles
fulminado ya, señas no ligeras

562

de mis cenizas dieron tus riberas.
La venera del verso ni es múrice ni ostra sino que se asemeja a la concha de Venus en la que algún que otro poeta estuvo amarrado. Se trata de la concha del peregrino jacobeo. Andaba Licias buscándola entre “crespos caracoles” cuando cayó fulminado ante la mirada de la muchacha. Pues bien, en el cuadro de Paco de la Torre nos encontramos con unos caracoles que ya tienen los atributos venéreos incorporados. Al igual que en Sin luz no siempre ciega brota una cabeza del tronco perchero, a los otrora crespos caracoles les han aparecido aperturas vulvares y les han brotado pezones. ¿No será que el deseo alucinado de Licias ha producido esta hipálage, a saber la transferencia de un atributo que resulta en una confusión?
¿Pero qué es confusión en Góngora? Por de pronto me parece importante insistir en el valor del étimo: confundir es ‘verter junto’, ‘fundir con’, no tanto para indicar una pauta de interpretación cuanto para marcar la ladina lengua de Góngora, lengua nueva parasitada –o tal vez sería más apropiado decir habitada– por otra (u otras) de estirpe fundamentalmente latina. ‘Confuso’ es un término específicamente gongorino que prácticamente nunca significa (o no sólo) lo que el sentido común parece dictar con una marcada connotación peyorativa, a saber algo mezclado o enredado.
Examinemos primero algunos ejemplos antes de abordar la estética de lo confuso.
Tras haberse secado al sol, el náufrago (y peregrino) se decide a remontar los riscos para adentrarse en una nueva tierra, anábasis que se inicia en el momento del crepúsculo:
I
42
No bien pues de su luz los horizontes,
que hacían desigual, confusamente
montes de agua y piélagos de montes,
desdorados los siente,
cuando, entregado el mísero extranjero
en lo que ya del mar redimió fiero,
entre espinas crepúsculos pisando,
riscos que aun igualara mal volando
veloz, intrépida ala,

51

menos cansado que confuso, escala.
El adjetivo ‘confuso’ del verso 51 parece responder a su sentido habitual. Sin embargo el adverbio ‘confusamente’ del verso 43 está calificando la hipálage que sigue (“montes de agua y piélagos de montes”) no tanto para indicar un estado de ánimo o una calidad criticable cuanto para aumentar o dopar la expresividad del crepúsculo. Es lo que Robert Jammes llama “un deseo –muy moderno en cierto modo– de expresar alguna visión imprecisa o ambigua, alguna impresión confusa o algún efecto de sinestesia” (p. 142 de la edición de las Soledades; la cursiva es mía). A mi juicio, ‘confusamente’ no sólo anticipa la hipálage que sigue a continuación, sino que nos avisa de algo más decisivo: existe una correspondencia profunda entre la doble hipálage y la operación que consiste en ‘verter junto’ o ‘fundir con’. O dicho con otras palabras: la confusión gongorina es un enorme concepto. Y dicha confusión juega un papel decisivo en el surgimiento de la imagen. La imagen surge de la confusión, de una operación confusa16.
Más flagrante si cabe es la confusión del vino, con ocasión de las bodas de la Soledad primera:
I
867
[…] y en oro no luciente
confuso Baco, ni en bruñida plata,
su néctar les desata,
sino en vidrio topacios carmesíes
871
y pálidos rubíes
El vino no es servido en copa de oro o de plata sino en vaso de cristal. Su color es ‘confuso’ pues se ha vertido juntamente tinto y blanco, operación que resulta en (o es coronada por, según se mire) la confundida hipálage de los topacios carmesíes y de los pálidos rubíes.
Como sucediera con los montes de agua y con los piélagos de montes, nos hallamos ante una imagen irresistiblemente pictórica, como si el poeta se hubiera servido de una paleta de colores para añadir o quitar, e ir velando.
Otro ejemplo de confusión gongorina aparece con motivo de otro ágape –en esta ocasión en la Soledad segunda– que ofrece el viejo habitante de la isla atortugada, padre de las dos arponeras objeto del amor de los pescadores. El anciano:
II
244
[…] prudente ordena
los términos confunda de la cena
246
la comida prolija de pescados,
[…]
La ‘confusión de términos’ que ordena el anciano no constituye un ruego dirigido a sembrar el caos en el ámbito doméstico, sino una invitación a preparar una larga comida que se prolongue hasta la hora de cenar.
Iniciada la comida–cena, los comensales escuchan a las “confusamente acordes aves” (II, 351).
Asimismo, durante la caza, la tropa cetrera divisada desde lejos por el peregrino es descrita como sigue:
II
717
lisonja, si confusa, regulada
su orden de la vista, y del oído
719
su agradable ruïdo.
El adjetivo ‘confusa’ no tiene un valor puramente peyorativo, pues el ruido de la tropa no deja de ser agradable a pesar de la confusión.
Finalmente, las rapaces irrumpen también en la ‘confusión’ del momento:
II
735
Entre el confuso pues celoso estruendo
de los caballos, ruda hace armonía

719

cuanta la generosa cetrería, […]
Estos eran ejemplos en los que la ‘confusión’ aparece explícitamente nombrada. El movimiento general del ‘fundir con’ aparece igualmente en numerosas hipálages que no sólo constituyen conceptos sino que –como indica Jammes– realzan la expresividad y la sutileza del verbo gongorino.
Tomemos la archicomentada hipálage “pavón de Venus es / cisne de Juno” que aparece en el Polifemo. Es bien sabido que el pavo real representa a Juno, diosa rival de Venus, representada a su vez por el cisne. Al desplazar los atributos respectivos de las diosas, Góngora está operando una ‘confusión’ cuyo objetivo, entiende Parker, es “fundir armónicamente a las dos diosas” (p. 100). En palabras del mismo crítico:
«Góngora entreteje hasta que las correspondencias discordantes y los contrastes paradójicos quedan resueltos. Este enlace y fusión controlados existen a causa de la certeza de la experiencia unificada que subyace a la riqueza extraordinaria de las imágenes».17
Es curioso, Federico García Lorca, partiendo de una premisa no muy alejada (la metáfora gongorina “une dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la imaginación”18), llega a una conclusión muy parecida:
“Naturalmente Góngora no crea imágenes sobre la misma naturaleza, sino que lleva el objeto, cosa o acto a la cámara oscura de su cerebro y de allí salen transformados para dar el gran el salto sobre el otro mundo con que se funden”.19
Fijémonos ahora en el cuadro de Paco de la Torre La menor onda chupa al menor hilo (1999. 33×41). El verso viene del inicio del poema, cuando el peregrino, tras haber sobrevivido al naufragio, se encuentra exhausto en la orilla y se desnuda para secar sus ropas al sol. El poeta señala que la “dulce lengua” del sol embiste el vestido y que la menor onda “chupa al menor hilo”.
En el cuadro de Paco de la Torre no vemos vestidos sino un cuerpo desnudo fundido con las olas ligeramente verdes de un lecho arenoso, que podría ser una playa aunque también –motivo más abundante en el pintor– simplemente el desierto. No pocas son las obras de Paco de la Torre en las que la forma de una montaña o de una duna muestran o insinúan partes de un cuerpo humano. Pienso, por ejemplo, en Entredunas, cuadro en el que la insinuación de un pubis atrae la mirada a modo de varas jacobeas.
En La menor onda chupa al menor hilo se aprecia un cuerpo fundido con (o surgido de) la arena. Si en Entredunas se insinuaba un pubis, aquí se dibujan las nalgas y su hendidura, la espalda, los brazos.
En cierto modo se puede afirmar que la pintura de Paco de la Torre participa de ese movimiento general de la confusión, esto es de la plasticidad o maleabilidad fundamental de las formas, sin perder el apoyo de la figura. A partir de un planteamiento figurativo, Paco de la Torre ha llevado hasta sus últimas consecuencias la poética de la confusión, de la fusión conjunta de las formas. Una de las vías de ese trabajo ha sido lo que bien podría llamarse la figuración abstracta.
El principio de la hipálage (del cambio de atributos) se presenta entonces como el principio general no de las metamorfosis (o de las transformaciones, como se decía entonces) sino de la transferencia de rasgos de una forma a otra, principio que constituye todo un programa poético y que, llevado –en impulso hiperbólico– hasta su último extremo nos permite asistir al desgajamiento de la función hipalágica, esto es a la emancipación del resorte de la fusión (como a menudo los horizontes en la pintura de Paco de la Torre se emancipan, dejan de ser horizontes para convertirse en objetos), convertido ya en señor de toda la fuerza. El impulso –antes ancilar, ahora soberano–  ya no necesita de formas o figuras inmediatamente reconocibles para desplegar su virtualidad. (No de otra forma entiendo la trayectoria de Rothko, cuyos cuadros (y horizontes rotos) de los años 47 y 48 serían inexplicables sin la obra figurativa de la década anterior.)
Que el enigma se oculte bajo el término ‘automático’ no altera en modo alguno ese carácter. La confusión de formas que brotan o surgen de otras con una cierta espontaneidad en Árbol automático (1996. 46×55), en Montañas automáticas (1996. 55×46) y, sobre todo, en el depurado Cortijo automático (1996. 81×100) son muestra elocuente de ese movimiento de emancipación tan visible en Metáforas de nada. Como lo es la culminación del mismo, Nuevo estilo (1997. 108×180), llegada oficial de Paco de la Torre a las puertas de la abstracción. Cuando duermo, los perros (1997. 100×100), Cerebro negro (1997. 100×100) y especialmente Nuestra casa (1997. 100×100), obras todas de un mismo formato, ayudan a entender por qué Nuevo estilo no es del todo una obra abstracta.
La confusión de colores juega asimismo un papel esencial en el entramado cromático de las Soledades. Veamos cómo opera el resorte confundiente con respecto a los colores verde y blanco a través de dos hipálages que, sin tener nada en común salvo la estructura, refuerzan por la vía cromática la unidad del poema.
La desembocadura de un torrente convertido en ría (la Soledad segunda está ambientada en una región atlántica) es descrita mediante una larga metáfora en la que el mar (duro toro) y el arroyo (tierno novillo) se enfrentan dos veces al día en desigual lucha. El encuentro es descrito como “centauro ya espumoso”, medio mar, medio ría. En la lucha, el ‘novillo’
II
23
a la violencia mucha
del Padre de las aguas, coronado
de blancas ovas y de espuma verde,
26
resiste obedeciendo, y tierra pierde.
Dejemos de lado el concepto final (“resiste obedeciendo” y “tierra pierde”), exponente de la característica fusión gongorina, pues no puede perder tierra quien de agua hecho está; y resistir obedeciendo es la manera más eficaz de nombrar deliberada y alevosamente la diferencia de fuerzas. Un torrente que pierde tierra y una resistencia obediente son ‘centauros’, participan ciertamente de la centaurización en curso.
Concentrémonos más bien en la doble hipálage “blancas ovas”, “espuma verde”, en la doble confusión de sustancias (algas, espumas) y de atributos (verdes, blancas). Sin duda se trata de una muy eficaz manera no sólo de verter la sutileza cromática sino también de mostrar que la misma no es mera lisonja de la retina sino que da cuenta de una realidad profunda, más material y menos colorista o impresionista o superficial.
Tras el accidente retínico producido por el encuentro de dos objetos diferentes (algas y espuma), nos volvemos a encontrar 400 versos más tarde con el mismo efecto cromático en un contexto en apariencia diferente. El marco, esta vez, es la secuencia II, 418–511, en la que el anciano padre de las bellas arponeras relata las hazañas (“naúticas venatorias maravillas”) de sus hijas Filódoces y Éfire, las dos muchachas por las que los dos humildes marineros suspiran transidos de amor.
Filódoces caza con “harpón vibrante” una foca, “marino toro”
II
428
[…] que, el mar violado
de la púrpura viendo de sus venas,
430
bufando mide el campo de las ondas
[…]
animal que acaba rindiéndose “en ríos de agua y sangre desatada” (II, 444). Es ésta la primera “venatoria maravilla”.
Prosigue el anciano el relato con la hazaña de la segunda arponera, Éfire:
II
445

Éfire luego, la que en el torcido
luciente nácar te sirvió no poca
risueña parte de la dulce fuente
(de Filódoces émula valiente,
cuya asta breve desangró la foca),
el cabello en azul estambre cogido,
celoso alcaide de sus trenzas de oro,

452
en segundo bajel se engolfó sola.
Viene a decir: Éfire, la que antes te sirvió el agua, émula de su otra hermana arponera, también se echó al mar. Lo que sorprende al lector es la contigüidad entre la violencia del asta que desangra a la foca (verso 449) y la delicadeza del estambre azul que recoge el pelo (verso 450). Es más, el asta –por decirlo así– desangrante viene sandwicheada entre el agua suavemente servida nada menos que en ‘luciente nácar’ y la redecilla que recoge las trenzas de oro.
A estas alturas del poema nuestro olfato lector nos susurra que acaso el emblema de un arpón ensangrentado junto a un estambre azul es algo más que uno de esos fuertes contrastes característicos no sólo de ese postulado que ha dado en llamarse ‘el barroco’ sino también de algunas gastronomías no occidentales. Aunque también es algo menos que una máquina de coser en una mesa de operaciones. Como en un rapto, recuerda el lector aquella curiosa frase que sirve de colofón a las tres secuencias de cetrería (el doral, el búho y la cuerva despistada):
II
937
Destos pendientes agradables casos
938
vencida se apeó la vista apenas,
[…]
El adjetivo ‘agradables’ llevó a preguntarse al comentarista John Berverley (que dedica su estudio introductorio de las Soledades al Ché Guevara y a Walter Benjamin) casi con indignación:
« ¿Por qué agradables, si representan una violencia inusitada, una especie de festival de la crueldad, el miedo y la muerte totalmente opuesto al rito armonioso de las bodas en la Soledad primera?»20
¿No será que Góngora repite incansablemente la vieja verdad del hombre: que en la belleza, y por extensión en el embate erótico (recuérdese el muy citado verso con que concluye la Soledad primera) se encuentra ‘vertida confusamente’ una dosis desigual de violencia y muerte. O dicho de otra forma, que bajo un velo de belleza (las bellas palabras, las bellas formas, las bellas hermanas arponeras) oculta el poeta (el artista) algo terrible, tal vez nada?
La reaparición sobre el papel de una vieja verdad no debe sin embargo desviarnos del relato de las hazañas de Éfire, tan diestra o más con el arpón que su hermana. El anciano padre dice haber derramado muchas lágrimas por su causa, no por temor de un tiburón o de un pez espada, sino de un
II
460
[…] siempre verde, siempre cano
Sátiro de las aguas, petulante

461

vïolador del virginal decoro
[…].
Siempre verde, siempre cano… Resuenan la espuma verde y las blancas ovas. Violenta lucha allí entre un duro toro y un tierno novillo; violación del virginal decoro aquí de una delicada joven que es capaz de verter agua en recipiente nacarado (o de recoger sus cabellos en sutil redecilla) para lanzar acto seguido su arpón contra un monstruo del mar. Con expresión más propia de La Araucana, describe el poeta cómo:
II
486
entre una y otra lámina, salida
487
la sangre halló por do la muerte entrada.
Seguir podríamos enunciando la lista de centauros, sirenas, faunos, esfinges que entretejen el texto gongorino y que le dan ese carácter confuso tan inconfundible. Pero volvamos, para concluir, a la pintura de Paco de la Torre.
La crítica ha destacado a propósito de Paco de la Torre su doble vertiente pictórica o estilística: de un lado, la figuración de filiación metafísica; de otro, la figuración abstracta y aquellas obras que abren (o que abrieron) el camino hacia la misma, es decir aquellas en las que el movimiento de fusión es más visible y en las que el color se adueña del espacio de manera vertiginosa. Me refiero, claro está, a cuadros como Ciudad verdad (2000. 81×100) o Línea de salida (2000. 100×81), pero sobre todo a El puro placer de las formas (1999. 130×97), uno de las obras más logradas que haya salido del estudio del pintor.
No voy a interrogar el origen de esta doble vía. Me limitaré a nombrarla. En De cómo el Comodoro… me refería a ella un tanto jocosamente bajo la apelación de ‘preciosismo’ (figuración metafísica) y ‘marcianismo’ (figuración abstracta).
‘Preciosismo’: porque la irrupción de la figura es bella como la basílica de Constantino a la vuelta de una esquina en una calle de Treveris.
‘Marcianismo’: porque ‘marciano’ fue durante algún tiempo schibboleth de objeto extraño.
Uno quiere imaginarse al pintor gozosamente dividido entre las dos vías. Y quiere creer que las dos vías están en Sin luz no siempre ciega: una vía supone permanecer unido al soporte y al cegador capirote, mientras que la otra es la que se entrega a la caza, libre de trabas e invisiones. Una vía en Bahía Inútil es la barca del primer plano, hierática o majestuosa, mientras la otra es sólo sombra ya lejana.
Acaso el pintor no está dispuesto a abandonar ninguna de las dos vías. Ya que son dos.
No quisiera dejar de mencionar la sensación que tuve al contemplar por primera vez El cabello en estambre azul cogido (1999. 41×33). Se trata de un rasgo de Efire, una de las dos arponeras. Como se ha indicado, el anciano padre la describe así en el momento que la muchacha se lanza al mar:
II
445
Éfire […]
450
el cabello en estambre azul cogido,
celoso alcaide de sus trenzas de oro,

452

en segundo bajel se engolfó sola.
En el cuadro homónimo del verso II, 450 tenemos una red adherida a un palo o vara que viene culminado por un pistilo y dos estambres. El objeto está puesto sobre una forma oval anaranjada, a su vez posada o flotando en una superficie azul marino que bien podría figurar el mar. Al contemplar la suave pincelada con que habían sido pintados la vara, el pistilo y los estambres, me vino a la memoria, automáticamente, uno de los estudios sobre la Villa Medicis que se conservan de Velázquez. Se da la circunstancia de que vi por primera vez este cuadro en el Prado, a mediados de los ochenta, acompañado de Paco de la Torre.
Según no pacífica tradición, dichos estudios fueron realizados por Velázquez durante su estancia en la Villa Medicis en 1630. José López–Rey cuenta que el trazo y la pincelada de Velázquez se suavizaron con motivo de ese viaje a Italia, tal y como puede apreciarse en La forja de Vulcano y en La túnica de José. Tal vez en aquella visita al Prado me llamaran la atención el formato reducido (44,5×38,5) y la pincelada rápida de ese cuadro, colgado junto a grandes lienzos de acabado impecable.
La pincelada y el trazo en El cabello en estambre azul cogido también son más suaves, en notable contraste con una buena parte de la obra de Paco de la Torre posterior a 1994.
También se advertirá que Paco de la Torre presenta un retrato de Góngora, basado en el que realizase Velázquez en 1622, durante su primera estancia en Madrid. Pacheco cuenta que su yerno ejecutó el retrato a instancia suya. José López-Rey, siguiendo a Pacheco, indica que Velázquez, durante esa primera estancia en Madrid, no llegó a realizar el retrato de los soberanos a pesar de la red de relaciones e influencias que Pacheco había entretejido en la corte. “De hecho, concluye López-Rey, gracias al retrato de Góngora, Velázquez se dio a conocer por primera vez en Madrid”21. El examen con rayos X del retrato de Góngora muestra la reminiscencia de una corona de laureles sobre la cabeza del poeta, tapada luego por Velázquez.
Al igual que brotan laureles de una cabeza, podríamos seguir trazando la teoría de la gárgola en la pintura de Paco de la Torre. ¿Quién no ha observado una gárgola? Una gárgola es una forma que le brota a otra para conducir un fluido. A buen entendedor.
Nos queda, si algo queda, decir una última palabra a propósito de la ‘soledad confusa’: Según una rara etimología, el arbusto ‘solitude’ tiene un fruto doble, como dos peras, pero más pequeñas, de las que sólo una produce euforia.
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