El refugio racionalista
Paco de la Torre
En el catálogo El arquitecto invisible
ISBN: 978-8492064328
En infinidad de ocasiones visité el «kiosquillo». Formaba parte de nuestro universo, cercano a la casa de mis abuelos donde pasábamos las tardes a la espera de mi padre. Su forma nos provocaba extrañeza. Apenas podíamos divisar la cabeza del kiosquero sentado en su silla. Era un ermitaño en el cuerpo de otro. El «kiosquillo» era nuestro arsenal, los pistones para nuestras pistolas y los petardos. Ahora representa el deseo de la niñez: las golosinas y los sobres de cromos con sus álbumes. Nunca sospeché que aquel templete había sido la entrada a la salvación. Imagino a centenares de personas bajando sus escaleras ahora cegadas. Los refugios me devuelven a la inocencia recogida.
El descubrimiento despertó mi curiosidad. Me preguntaba si encontraría supervivientes que se hubieran cobijado en sus gargantas, huyendo de las bombas. Años 36, 37, 38, 39. Ahora sé que el kiosco es un proyecto de final de la guerra, ya en tiempos de Franco. Se le encargó a Guillermo Langle que levantara las entradas ornamentales. Hasta entonces los refugios habían sido agujeros desnudos, escaleras al aire sin trampillas, bordeadas por un poyete. Los escalones conducían a una amplia entrada donde los refugiados se amontonaban. A continuación, un pasillo provisto de bancos corridos a ambos lados donde esperar la tregua. Las entradas están comunicadas entre sí y dan paso a kilómetros subterráneos que agujerean el centro de la ciudad. De la república se pasó a la dictadura a través de estos agujeros negros. Excavadas por el pueblo y para el pueblo por donación popular.
A lo largo de años de investigación soñaba con encontrar documentación fotográfica sobre los procesos constructivos de la arquitectura de Langle. Las imágenes más deseadas eran las del cerramiento de los refugios. No las encontré y me sumergí en el diseño del cromo sobre la construcción del kiosco.
REFUGIARSE EN LOS ABISMOS DEL INTERIOR PARA ABRIR LAS PUERTAS DE LOS SENTIDOS
El refugio es testimonio de la Guerra Civil, del miedo de una población que tuvo que protegerse de los ataques y bombardeos ¿Cómo se vivió la Guerra Civil en Almería? Busqué documentación gráfica que me trasportara. Las sirenas alertaban del ataque. Me cuenta José de Juan Oña que la gente corría por la calle y se tiraban a los agujeros, a las entradas, de cabeza. Entre tinieblas se amontonaban cuerpos rogando a medio vestir. Al sonar por segunda vez las sirenas todo volvía a la extraña calma. Los refugios quedaron accesibles en la posguerra por un corto período de tiempo. Los clausuraron en el año 1940. Mi padre con cuatro años bajaba a los refugios: «se comunicaban entre sí, aunque eran oscuros y daba miedo…». No ha querido extenderse, remitiéndome de nuevo a Oña. Recientemente he tenido la oportunidad de bajar a sus entrañas y revivir la pesadilla. Abelardo Navarro, otro de los amigos de mi padre, me comenta que jugaban a tirarse piedras: «cosas de chiquillos». También fueron cobertizo de los jardineros municipales. La arquitectura como bandera. Bandera republicana y nacional.
El 31 de mayo de 1937 el acorazado de bolsillo Admiral Scheer y los destructores Albatros, Leopard, Seeadler y Lluchs de la flota nazi bombardearon la ciudad. La magnitud del desastre originó la creación de la Comisión Mixta de Refugios, con nuestro arquitecto a la cabeza. Se construyeron antes del final de la guerra 4.563 metros de galerías que albergarían a 34.144 de los 45.000 habitantes que tenía Almería.
El refugio y sus kioscos dejan de ser arquitectura para convertirse en una metáfora. «El Refugio Racionalista» era uno de los conceptos que iba concretándose en mi búsqueda. El movimiento moderno después de la guerra civil se silencia, es «el enemigo rojo» contra el que se luchará desde la Dirección General de Arquitectura, desde la que se instrumenta una vuelta a la «Academia». Pocos arquitectos -la gran mayoría bailó al ritmo de Muguruza- son los que continúan trabajando, en las periferias, refugiados, al margen de las nuevas consignas. La depuración, el exilio y la muerte hizo el resto.
Las obras de cerramiento se las encargó el nuevo gobierno al arquitecto municipal, el mismo arquitec- to que ya lo fuera con el republicano. Debían quedar practicables porque la Segunda Guerra Mundial estaba a las puertas (Negrín y su poquito más). Refugios civiles republicanos coronados por arquitectura racionalista en tiempos de academia franquista. Más tarde sufrirán su gran metamorfosis al pasar a formar parte del mobiliario urbano: de entradas ornamentales a kioscos. Será el camuflaje perfecto para adormecer el recuerdo.
A los kioscos los recupero en mi pintura como entradas a los refugios, un objeto en el que desarrollo mi amor por la arquitectura racionalista y reivindico su autoría, el arquitecto, el obrero, su anatomía, su lugar entre nosotros. Los llamo Las Puertas del Infinito y los pinto con un emblema que los corona: el símbolo del infinito. Recuerdo mi obsesión por Las Puertas de los Sentidos de William Blake.
La invisibilidad que Langle defendía para él ha caído sobre su obra, «langlidece». No hay placas ni nombres. Aparecen como fantasmas de una herencia desconocida. Refugiarse en los abismos del interior, para abrir las puertas de los sentidos. El interior como defensa.
El bucle, el loop y el infinito se retuercen en mis pensamientos asociados al kiosco. Son una bisagra: de puerta a espejo, que se abre dando paso al otro mundo. Las Puertas del Infinito: El viaje físico induce al mental, al inconsciente. Busco la infancia perdida y la causa de mi obsesión por la arquitectura. Firme como pechos. Los momentos felices: revivo las compras, el deseo del objeto, las golosinas… En casa de los abuelos los marmolillos impedían el paso, dividiendo la calle en dos, donde pasábamos las horas muertas sentados. «Kiosquillo» es el nombre popular con el que lo conoce la población, se convierte en bandera de la guerra. El plano donde se ubican los refugios dibuja un plan de evasión. Una instalación en la que los kioscos son las Puertas del Infinito. Un espacio misterioso que conduce al interior (con la cuenta atrás de sus escaleras) y a mis construcciones (al integrar en su diseño elementos vernáculos de la arquitectura almeriense).
¿Qué forma debería adoptar la entrada de un refugio? La forma del kiosco simboliza su contenido. Recuerdo ejemplos como el del puesto de venta de comida para patos con forma de pato o el del característico puesto de perritos con forma de hot dog, evidencian la relación del continente con el contenido. Robert Venturi con su libro «Aprendiendo de Las Vegas» abrió mi apetito arquitectónico siendo estudiante en Milán. Creo que Guillermo Langle estudió meticulosamente el diseño de su forma. Su forma es el anuncio del destino al que conduce, un manifiesto donde se citan todos los principios del movimiento racionalista.
Una mágica ecuación de elementos y materiales: el ladrillo visto, la ventana corrida, la marquesina…, hace posible su camuflaje. Los refugios debían ser invisibles a los aviones y eludir sus ataques. Ahora desaparecen transparentes. El descubrimiento de la autoría de los refugios reafirmaba mi teoría sobre el arquitecto invisible. El anonimato en el que su arquitectura está sumergida impide su reconocimiento como arte.
¿POR QUÉ PINTAS CON ESA URGENCIA?
La pintura enseña a mirar la realidad. Los paisajes -desconocidos o cercanos- han sufrido una relectura a partir de verlos representados en la pintura. El artista descubre valores que habían pasado inadvertidos. Mis pinturas quieren renovar la mirada sobre la arquitectura de Langle, ver sus obras no sólo como parte de la ciudad y su paisaje urbano sino como obras de arte.
El paso del tiempo, un poco más de medio siglo, ha dejado un rastro de cicatrices en la obra langliana. Mientras que encontramos restaurado el legado historicista, gozando de buena salud, la arquitectura racionalista por el contrario pierde su identidad, abandonada a su suerte, «customizada» en su mayoría por los propietarios en toda suerte de castillitos, fortalezas, mezquitas y mansiones de culebrón. Otras han caído y siguen derribándose.
Termina de caer la fábrica Arcosa meses antes de la presentación del homenaje. Emblemáticas desapariciones fueron en su momento la de la Pescadería Municipal, el Kiosco de la Música -a los pocos años de su jubilacióno (en su Ciudad Jardín) el Mercado y el Ayuntamiento. Otras dejarán paso a jugosos solares. El estilo langliano es lacerado por el desconocimiento. Sus propietarios no tienen conciencia de que es obra de un gran arquitecto. Se considera que sólo son respetables los edificios famosos y lujosos. El período en el que se construyeron nuestras obras racionalistas -una posguerra de hambruna y cartilla de racionamiento incluso para el cemento Pórtland- implicó que éstas fueran construcciones baratas, lo que no contribuye a su estima. Los kioscos ornamentales de entrada a los refugios han sido transformados hasta lo incomprensible.
De propiedad municipal y ocupando plazas insignes, se ha atentado a su diseño original hasta convertirlos en barracones de feria. Salvo en contadas ocasiones no ha existido control alguno de las autoridades. La declaración de la Estación de Autobuses como Bien de Interés Cultural (BIC) es una honrosa excepción, algo que ya sucediera, por fortuna, con el Cargadero del Mineral, otra joya de nuestro patrimonio cultural. Ante esta situación sentía que debía actuar. Mi pintura recrearía el mundo imaginario de Langle, rescatando el esplendor primigenio de su obra, recuperando la pureza de sus formas a partir de los planos.
SOBRE UNA NUEVA ICONOGRAFÍA DE LA CIUDAD
La fotografía desde sus inicios ha tratado a la arquitectura como a una modelo presa de su plasticidad. La arquitectura también ha sido un tema pictórico incluso (o sobre todo) desde su ruina. En Almería, la Alcazaba atrapó tempranamente la mirada del pintor y la Chanca llegó ha convertirse en protagonista de souvenir. La arquitectura del siglo veinte, sobre todo la racionalista, conectó con la vanguardia pictórica que se ocupó de la obra de sus compañeros arquitectos. El lienzo fue el espacio virtual en el que se construyeron las piezas más emblemáticas. Mi pintura, que siempre ha navegado por el paisaje racionalista en el que viví, es la que se ocupa ahora de la obra de Langle.
Ojeando el Diccionario de las Vanguardias en España (1907-1936) que Juan Manuel Bonet publicó en 1995 descubrí a Langle. Era un desconocido para un cazador de arquitecturas como yo. La labor de búsqueda que hemos llevado a cabo durante estos años a través de entrevistas, consultas de archivos y bibliografía me daban la clave de mi desconocimiento. Apenas encontramos unas referencias sobre su persona y unos breves estudios sobre su obra.
Los ilustres visitantes de la ciudad a lo largo de los años nunca han prestado atención al mundo langliano, que ha pasado desapercibido a cámaras y diarios. La obra racionalista no ha gozado de popularidad en su manifestación. Desaparece ante nuestros ojos sin dejar huella. Su lugar ha devenido solar y ha quedado en privilegiadas zonas especulativas. En el invierno de 2004 cayó Villa Pepita.
Esta exposición quiere retratar el momento. Hacer una reflexión desde la pintura sobre un elemento esencial en la composición de Almería que posee méritos propios para entrar a formar parte de la nueva iconografía pictórica almeriense. Al igual que sucediera en los años ochenta con la visión de los desiertos que ofrecía el pintor Juan Cabrera, alejada de la estampa de la sociedad pictórica autóctona. No es sorprendente que la obra langliana haya pasado desapercibida para el gusto local indaliano sometido al dictado de Perceval.
¿Cómo acoge la sociedad almeriense al enviado de la vanguardia? El contexto en el que Guillermo Langle levanta su obra es la Almería de principios del siglo XX. La ciudad veía surgir construcciones de aspecto muy distinto a las que estaba acostumbrada. Eran desnudas, puras, sin decoración, pobretonas, esenciales e incomprendidas. Aún así luchó sin dar un paso atrás. La dictadura podría haber sido el pretexto personal para abandonar. Pero no, continuó con sus investigaciones. Sabemos por sus memorias -en las que su profesión apenas aparece- que no estaba especialmente orgulloso de su trabajo. Tampoco conservó fotografías documentales en su archivo personal. Ahí hay un misterio. La experimentación y la evolución que se ve en su obra, la información que desvela su trabajo demuestra que estaba al día. Su timidez no justifica su estoicismo. Sobrevivió en un contexto hostil que no reconoció su trabajo ¿Por qué no buscó un lugar más propicio? Ostentaba el poder donde ejerce su oficio, poseía un puesto (arquitecto municipal) desde el que podía ejercer su influencia sobre el crecimiento de la ciudad, su ciudad horizontal, un oasis virgen. Llegarán otros arquitectos a la ciudad y él defenderá su arena. El eterno binomio arte y política.
¿Quiénes eran sus clientes? Hubo quien adivinó diseños masones en sus dibujos para los suelos hidráulicos. Sin embargo, él confesó al arquitecto Ramón de Torres en las conversaciones previas al homenaje de 1981 que eran sólo rumores, según me comentó este último. Se sentía alejado de la gente. Adelaida, la propietaria de la finca de la calle de la Estación, me habló del encargo que le hiciera su padre, la fábrica de harina San Antonio. Era amigo de la familia, como de tantos otros para los que trabajó.
¿Para quién edificaba? Los arquitectos revolucionarios querían construir para el hombre nuevo. Yo me siento habitante de sus construcciones, el destinatario de sus desvelos. He vivido su arquitectura en mi infancia y juventud. Ha moldeado mi sensibilidad y ahora descubro al arquitecto de mis sueños. Una pequeña fotografía del patio interior del edificio de la Asistencia Social me asaltó en el libro de Bonet. Más tarde llegó el ensayo de Alfonso Ruiz sobre la Ciudad Jardín que me abrió los ojos. Carmen Rubio me acompañó en el descubrimiento, conocía la autoría de los refugios. La obra langliana era como un imán para mi lado metafísico y surrealista que buscaba respuestas. En las ciudades de provincia hay una pléyade de arquitectos que vivieron su situación, me dice Martín Lejárraga.
«Fueron muchos, en cada ciudad española hay un arquitecto como él». Éste era el mío. Un siglo después el racionalismo no se ha digerido. Quedará como un momento experimental y su pureza será diluida para facilitar su consumo. Un estilo asociado a construcciones de carácter social como las de Langle, refugios, asistencia social, barrios de casas económicas, estación de autobuses. No eran los monumentos emblemáticos. Para ellos, granito gallego. También fue la estética del ocio y el espectáculo: cines, teatros, clubes, aeropuertos, salas de fiesta, … Sin embargo, la arquitectura franquista no apostó por el racionalismo como sí lo hizo Mussolini con La Casa del Fascio de Terragni. Sus ideólogos eran academia. La «Academia» como verdad. Pero Terragni se lamentaba: «El ojo no se ha acostumbrado aún a la nueva estética, a su grandiosidad incluso». También Le Corbusier comentó fatalista: «la vida tiene razón y el arquitecto se equivoca» ante las Casas de Pessac (1926), al verlas reformadas por sus dueños. Habían cerrado las terrazas con cubiertas inclinadas y tapiado parcialmente sus rasgadas ventanas para convertirlas en aperturas cuadradas. Pero lo que él no podía sospechar es que en 1980 se iniciaría una restauración para devolverla al estado original, gracias a una iniciativa de los nuevos propietarios sensibles al legado del maestro. La batalla no está perdida. La prueba que los arquitectos revolucionarios plantearon al hombre no fue superada. No asumió los valores puros, ni alcanzó el Módulor. No estuvo a la altura. No encontraron al hombre que habitara su «máquina para vivir».
Almería y Valencia, Octubre 2005

S.T. 2005. 21 X 15 cm. Tinta/papel
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