Metáforas de nada

José Saborit

En el catálogo Treintaitres malditos años
Aunque resulte paradójico, la palabra metáfora se suele usar como una sinécdoque generalizante. Me explico: siendo la metáfora un tropo más o menos definido por la tradición retórica, habitualmente se refiere (tomando la parte por el todo) a cualquier tropo, incluso a cualquier intención retórica. Aunque este hecho puede llevarnos a encontrar metáforas hasta en la sopa,  algo más infrecuente es que nos las veamos  con metáforas de nada. Y sin embargo, la última exposición de Paco de la Torre se titula Metáforas de nada.  Más allá de la provocación que parece encerrar semejante título, a simple vista incongruente, tal vez convenga preguntarse qué puede significar eso de metáforas de nada. No Metáforas de la nada (que estaría muy claro),  ni Nada de metáforas (que también), sino Metáforas de nada.
Para ello, se hace  necesario averiguar (o recordar) qué es una metáfora, y puesto que no podemos permitirnos el lujo de recorrer morosamente la bibliografía existente sobre el tema (sin duda capaz de ocupar bibliotecas enteras), no queda otro remedio que simplificar. Cualquier metáfora implica necesariamente un mecanismo de sustitución. Una magnitud presente, que tenemos ahí, delante de nosotros, sea del tipo que sea (un cuadro, por ejemplo), sugiere que no debe ser vista (que no quiere ser vista) literalmente, como lo que a simple vista parece ser, sino de otro modo (desviándose de alguna norma que indica que lo que hay es lo que hay y lo que se ve es lo que es. Tropo, de hecho, significa “giro”, “cambio de dirección”); sugiere ser vista como otra cosa que no está ahí, como otra cosa hacia la que está apuntando, en cierta medida sustituyendo, es decir, metaforizando. Así, entre la magnitud presente (metaforizante) y la ausente (metaforizada) hay un salto. Aunque ambas tienen algo común, alguna semejanza o analogía que permite la sustitución, no es ni mucho menos lógicamente evidente que una deba estar en lugar de la otra. Se establece de este modo entre ambas cosas, entre ambas magnitudes, la que está y la que se sugiere, una tensión dinámica, una especie de co-presencia potencial, no resuelta, que el espectador debe imaginar, conjeturar, averiguar con más o menos precisión, según la ambigüedad del juego propuesto, principalmente según las pautas e indicaciones del contexto. En definitiva -y de ahí el atractivo del juego metafórico-, se trata de seducir al espectador implicándole activamente en la resolución de un enigma.
Se mire como se mire, pues, no puede haber metáfora si no hay dos partes en juego: la que está y la que no está, la que vemos y la que debemos imaginar. Podrá ocurrir que la metáfora sea oscura o ambigua, o incluso prácticamente irresoluble, cuando la magnitud ausente no pueda reconstruirse con facilidad, ni con certeza, o cuando diversas hipótesis puedan admitirse.  Esa es precisamente la gracia de las metáforas vivas, sorpresivas, ambiguas. Pero en cualquier caso una metáfora, para ser metáfora, tendrá que ser metáfora del algo, aunque sea impreciso o inverificable,  puesto que de lo contrario, si no es metáfora de nada, si no parece apuntar a nada, no será metáfora.
¿Cómo puede ser entonces una metáfora metáfora de nada? La primera respuesta ya ha sido apuntada: no puede ser. Pero entonces, ¿que se quiere decir cuando se dice, como Paco de la Torre “metáforas de nada”?, ¿Y qué pasa cuando algo que no puede ser sin embargo es (en este caso, porque lo dice el propio artista)? Para resolver esta pregunta debemos averiguar necesariamente  qué significa “nada”, y aunque la respuesta inmediata es muy evidente -”nada” significa “nada”-, podemos pensar también (desde luego, recurriendo a los usos comunes del término) que “nada” significa “algo”: algo indefinido, algo que no tiene nombre, algo indeterminado, algo que no se quiere decir; algo que no “existe”, que no puede ser, pero que sin embargo es, puesto que se menciona. La única manera de entender que “metáforas de nada” significa algo, más allá del juego de palabras o la provocación, la única manera de que algo pueda ser una metáfora y además de nada (sin que con ello se incurra necesariamente en una contradicción en los términos), consiste en admitir que “nada” significa “algo indeterminado”. Y si es así, lo que Paco de la Torre nos dice sobre sus cuadros con la autoridad propia del autor, con la autoridad de quien cree saber lo que quiere decir con sus cuadros (porque si no creyera saberlo no los calificaría así de contundentemente, ambigua, pero contundentemente), es que sus cuadros no son metáforas de nada conocido, de nada determinado, de nada preciso, de nada verbalizable, sino de algo que está más allá del mundo de los compartimentos del lenguaje y de lo sabido. O lo que es lo mismo: de algo que está más allá de la “realidad”, más allá del mundo de las delimitaciones verbales, en ese magma caótico, fluido e indeterminado de lo que todavía no “existe” porque todavía no tiene nombre.
En ese sentido, seguramente, habría sido más exacto  hablar de perífrasis de indeterminabilidad, el tropo (de base metafórico-metonímica) que con mayor precisión retórica encaja con estas presunciones. Pero evidentemente, claro está,  una exposición titulada Perífrasis de indeterminabilidad (es decir,  rodeos en torno a lo indeterminado), habría sido muy exacta desde el punto de vista de la ortodoxia retórica, pero desde luego nada atractiva desde el punto de vista digamos… comercial, desde las prescripciones de esa norma básica del tinglado vigente que indica que un título de una exposición de pintura debe hacer gala de elevadas dosis de ambigua persuasividad y despreciables dosis de precisión referencial. (Véase, del mismo artista: Poéticamente el hombre construye, El hombre vacío, Defensa de la arena, Un corte en el tiempo. Constellaciones, Presentimientos…)
Claro está que no faltará quien opine que todo esto son pajas mentales, que todas estas conjeturas no estaban en la intención del artista… y efectivamente, no debemos olvidar antes de proseguir, que en este juego semiótico de intentar desentrañar lo que un enunciado significa o puede significar, y (sobre todo) el modo en que lo hace o puede hacerlo,  en este juego placentero (y por tanto  participativo), el lector (ahora, nosotros) siempre se proyecta sobre el texto, consiguiendo incluso en ocasiones que el autor (especialmente si es  lejano) sea poco más que una ficción o un fantasma inventado por él, concretamente por su necesidad de ordenar la ambigüedad del enunciado en torno a alguien de carne y hueso. Nosotros, ciertamente, no nos encontramos en ese caso. Conocimos los primeros biberones pictóricos del pintor, y aunque ello desde luego no nos autoriza para saber lo que quiere decir cuando dice “metáforas de nada”, nos inclinamos a pensar (casi nos atreveríamos a asegurar) que en su intención no estaban nuestras conjeturas, o no al menos así,  como  las hemos ido formulando. No estaban, ni falta que hacía (o no importa si estaban o no), porque limitar el potencial semántico y expresivo de  los enunciados a las intenciones o previsiones de sus autores sería sin duda la mejor manera de matarlos, y por supuesto, la gracia de Paco de la Torre, o de cualquier otro que haga o diga cosas con gracia,  está precisamente en que las cosas que haga o que diga digan más que él, “sepan” más que él, hablen más de lo que él haya podido prever, a partir (y a través) de las sucesivas,  heterogéneas e imprevisibles miradas e interrogaciones que los sucesivos y potencialmente ilimitados espectadores vayan dirigiéndoles.
Conociendo “un poco” a Paco de la Torre se nos ocurre imaginar una especie de bravuconada. Alguien se le acerca y le pregunta impertinentemente:  “¿…metáforas de qué…?”, y él contesta semi irritado: “metáforas de nada”. Todas esas interpretaciones escritas que su obra ha ido ya a estas alturas cosechando, todos esos nombres y etiquetas que se acumulan sobre sus cuadros (mágicos, metafísicos… Giotto, Carrá, Chirico, Bonechi, Vallotton, Villalta, Salvo, Tarsilia do Amaral…) pudieran (quién sabe) llegar a ahogarlos con su peso, y por eso quiere él que sus pinturas sean pinturas, y no palabras ni nombres ni etiquetas; quiere él que sus cuadros sean metáforas de nada, de nada que tenga nombre, de nada que tú sepas lo que es, porque si te dice de qué, si se llega a verbalizar de qué son metáforas, si se verbaliza de un modo en que Psique se imponga a Eros, la seducción se pierde, la gracia se esfuma, la tensión se afloja, la metáfora se queda blanda e inerte, y la fuerza potencial de los cuadros puede derrumbarse. Es posible que, vista de este modo, a fin de cuentas, nuestra manera de hacer significar el enigmático título  “metáforas de nada” como “metáforas de algo indeterminado” (o “metáforas irresolubles”) no sea una de las posibilidades menos (semióticamente) amables, ni seguramente tampoco una de las menos respetuosas y consideradas con el artista. ¿No?
Pero bueno, aunque sea toda una declaración de principios, además del título también están los cuadros, y  conviene echarles un vistazo, o mejor, algo más que un vistazo: conviene mirarlos. Y comprobar que mirándolos puede sentirse  acaso que, despojados del deseo de hacerlos significar cosas concretas, despojados del deseo de entender, verbalizar o delimitar, (siendo que lo que allí  se nos ofrece, lo que allí se nos está mostrando no pertenece al mundo de la realidad, no al menos al de esa realidad “oficial” conocida y ubicada en un tiempo y un espacio, sino a otra que no “existe”,  pero que sin embargo se  nos está haciendo allí visible, delante de nuestras narices…), nos vemos asimismo gozosamente despojados del deseo de hablar de los cuadros. Y sin embargo, ¿puede decirse de unos cuadros algo más que precisamente eso, que no es necesario hablar de ellos, que no quiere uno hablar de ellos… justamente como no quiere uno hablar de eso que alguna rara vez le pasa y que no sabe lo que es, y que sólo puede pasar o seguir pasando a condición de que no se sepa lo que es ni tenga nombre…?
Así que nos vamos al catálogo. Pero como no queremos adentrarnos en sus páginas porque no tenemos fe en las reproducciones de pinturas (la fe necesaria para creer que lo que allí veremos tendrá algo que ver con las pinturas que hemos visto, si es que las hemos visto, o algo que ver con lo que después veremos, si es que después alcanzamos verdaderamente a verlas tras haberlas mal visto anticipadamente reproducidas), ni tampoco queremos ahogar nuestra experiencia directa (fluida, viva, inapresable…) con nombres y nombres y más nombres… lo dejamos cerrado, con la boca cerrada, y nos fijamos solamente en la portada y en la contraportada, que casi casi vienen inevitablemente a nuestro encuentro.  Y así es como en la portada, una fachada (es decir,  una portada dentro de la portada) nos  muestra una puertecita que se abre entre la ya familiar frase “metáforas de nada”, una puertecita que conduce, como no podía ser de otro modo,  a “nada”, o lo que es lo mismo, a un lugar donde tal vez haya algo que no se ve, algo que puede imaginarse, algo indeterminado que nos intriga.  Miramos entonces la contraportada y vemos cómo,   al final de la jugada, en la trastienda de la historia, detrás de todo, y también, detrás de “nada”,  una muy nítida fotografía nos descubre  el rostro durmiente de Paco de la Torre, seguramente soñando, soñando unos sueños que al despertar no traicionará con palabras (como la mayoría traicionamos y vendemos nuestros sueños acuciados por la necesidad de recordarlos y contarlos), sino con pinturas, con pinturas que atrapen sin atrapar del todo ese magma  fluido e indeterminado de lo que todavía no “existe” ni tiene nombre, para hacerlo visible y otorgarle el poder de alumbrar nuevos sueños. ¿Nuevos sueños de qué? De nada. De nada que pueda decirse (por supuesto).
Así que, si alguien nos pregunta qué significa eso de “metáforas de nada”,  no tendremos más remedio que contestarle que “metáforas de nada” significa metáforas de nada; es decir, de algo, de cualquier cosa, de todo.
A propósito de la exposición/catálogo “Metáforas de nada” en el Club Diarío Levante de Valencia en 1997
Catálogo Treintaitres malditos años

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