Paco de la Torre, pez volador

Fernando Huici

En el catálogo Becados Alfons Roig 1998
Hay, entre las pinturas realizadas por Paco de la Torre en estos dos últimos años, una que me resulta extremadamente difícil, casi imposible de hecho contemplar. Cuestión de fobias personales, desde luego, y bien problemática además en el caso de un pintor con tal poder hipnótico para atrapar cada vez, de inmediato y sin esfuerzo aparente, nuestra mirada. El cuadro se titula La música de mis venas y presenta a un hombre desnudo sentado, ingrávido, en una aparente nada, cuya figura se recorta sobre un fondo verde de algodonosa fosforescencia. Con el rostro sin ojos como absorto en el eco insondable de alguna visión interior, pulsa ensimismado los tres vasos sanguíneos que, como el cordaje de un instrumento perverso, emergen limpiamente sobre la piel del antebrazo izquierdo.
Uno lo imagina, tal vez, desgranando así perezosamente las notas de algún pasaje melódico de aquella breve pieza dramática compuesta, en verso y música, por Alberto Savinio, y que tan elogiosamente saludó Apollinaire en mayo de 1914, aquellos Cantos de la media muerte que reúnen, en una melancólica y delirante ensoñación escénica, a la joven Daisyssina, a un hombre calvo, a otro amarillo, hombres de hierro forjado y hombres diana, a dos ángeles, un rey loco, una estatua ecuestre que galopa sin abandonar su pedestal y negras máquinas de monstruosos engranajes.
Y no son tanto las posibles similitudes que puedan establecerse entre los universos visuales de Paco de la Torre y los personajes o escenarios sugeridos en la fábula musical ideada por Savinio —muchas más probablemente, y más cercanas incluso, de las que hay entre la pintura de ambos— lo que quisiera evocar aquí, sino el hecho de que esas dos obras, el cuadro de nuestro joven artista y la composición estrenada por el hermano menor de de Chirico casi a modo de premonición del inminente estallido de la Gran Guerra, nos muestran como, frente a la extendida opinión que tiende a identificar las poéticas de ascendencia metafísica con un amable espectro de blandas evocaciones nostálgicas, estas encierran a menudo, ya sea en formas más soterrada, ya con el impudor de estos dos ejemplos elocuentes, un registro de tonalidades decididamente más negras.
He señalado ya en alguna ocasión anterior como, en la deriva generacional de esos pintores que en los noventa han sido bautizados con el estereotipo de neometafísicos, y frente a la querencia transatlántica de algunos de sus más notorios compañeros de viaje, Paco de la Torre es probablemente, quien mantiene una línea de filiación más inequívoca que le une a modelos italianizantes. Así lo recordaba, hace unos años, Nicolás Sánchez Durá al destacar el peso decisivo que, casi a modo de una revelación, tuvo en la formación de nuestro artista, justo en el umbral de la década, su estancia en la Academia de Brera y el descubrimiento de un modelo como del Carrá que, en torno a la frontera de 1920 —esto es, en el umbral que dibuja lienzos como Le figlie di Loth o Il pino sul mare— abandona las formulaciones tempranas de las sintaxis metafísica en favor de ese estilizado primitivismo que recrea una visión del mundo impregnada de resonancias mágicas, a la vez salvaje y candorosamente incontaminadas.
Un Carrá que cantaba precisamente, en un texto de 1919, la bendita ebriedad asociada a las cosas ordinarias, en las que la creación artística acierta a condensar una visión esencial, y cuya más elevada intensidad nace, a la postre, de su inefable simplicidad. Un proceso en el que el artista destila progresivamente, desde la compleja trama de sus observaciones, sus meditaciones y aún sus sufrimientos, el aroma de esa revelación esencial, y que Carrá evoca en estos términos: “Se podría decir que de ese modo nosotros ascendemos desde las profundidades a la superficie a la manera del pez volador”.
Astuta imagen, desde luego, la de esa identificación de la naturaleza del artista con la de una criatura que, sin ser una quimera, contiene sin embargo un cierto grado de solapada y grácil monstruosidad que, a diferencia de los restantes individuos de su género, que a lo sumo pueden aspirar a alcanzar la superficie del agua y sacar la cabeza, boqueando desconcertados por el vértigo de un medio que les es letal, a ellos les permite, llegados a ese límite, desplegar su simulacro de alas y surcar, aunque sólo sea por un breve momento, el radiante confín aéreo que se expande, infinito, sobre la piel del mar.
Pez volador, él también, sin duda, Paco de la Torre nos ha dado en otra de sus pinturas recientes un emblema elemental que describe, en una traducción a ese otro mar escénico que es el desierto, la clave de su propia ascensión visionaria. Oasis mental nos muestra la parte superior de la cabeza ciclópea de un durmiente, emergiendo de la arena. Es el suyo un vuelo de especie distinta, igualmente limitado en el tiempo, sin límites por el contrario en el espacio expansivo que él mismo moldea en su errática deriva imaginaria; es, en definitiva, el vuelo del que sueña y es capaz, luego, con imágenes sin número —enigmas elocuentes encarnados en la efigie de las cosas ordinarias— fecundar la sustancia aérea del color.
El desierto pintado

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