Algunas gentes del arte hablan con frecuencia de la definitiva muerte de las vanguardias. Con frialdad, sepultan (sin ningún respeto) los restos de aquel fenómeno y dan bienvenida a insípidos «instaladores» que necesitan el verso del poeta romántico y el consejo del crítico para dar sentido a sus extrañas (aunque en absoluto inquietantes) construcciones de alquitrán, alambre y yeso. Esos «instaladores» (por fortuna hay otros diferentes] odian la ironía y les repele el humor. Atraídos por la alquimia, desprecian el sano espíritu industrial de los electricistas, fontaneros y tipógrafos. Por ese motivo, la vanguardia (su legado ideológico y plástico) es para ellos algo estúpido, caduco y sin sentido. Parecen no entender que su propia obra no existiría sin Schwitters, Moholy-Nagy, Hausmann y otros muchos «montadores-instaladores» (imprescindibles Grosz y Heartfield) de influencia genial y determinante en el arte de este siglo.
Frente a los «instaladores» se sitúan los «vituperados». Mientras los primeros intentan que su obra genere una gran tensión en el entorno, los segundos optan por fórmulas relacionadas, fundamentalmente, con el impacto visual. Los «vituperados» recurren, así, a vías abstractas y figurativas iniciadas por artistas de vanguardia y retoman el viejo empeño (utópico) de llevar las formas del arte moderno a la vida cotidiana. En cierta manera, continúan la lucha iniciada por Leger para que, de una vez por todas, el anuncio triunfe sobre el paisaje y el contador eléctrico sustituya [con evidente superioridad estética) al calendario de la pared.
Los “vituperados” construyen sus obras a partir de innumerables elementos esenciales entre los que destacan el círculo, el cuadrado, el silencio característico de una ciudad abandonada, el aroma de un Campari, el cristal de Murano, los guantes de goma, ¡e! deporte de competición, el color rojo, las jóvenes enigmáticas de rasgos orientales, los caballos desbocados y las reproducciones en poliuretano expandido de la Venus de Samotracia. Tal vez por eso son tratados con desdén (no hay que olvidar que aún utilizan el pincel, la gubia, la cámara fotográfica y los colores al aleo], cosa que no les importa y, además, les anima a seguir su trayectoria incomprendida [similar a aquella tan sinuosa, marcada por el ajenjo, que guió a los primeros cubistas). En realidad, a los «vituperados» les gustaría ser (de acuerdo con Ramón Gómez de la Serna) como esos muñecos Michelín a los que (ventajas del caucho) cicatriza toda herida y cuyos gestos están llenos del orgullo duradero.
Fetichistas confesos, los «vituperados» desayunan con Depero, almuerzan con Man Ray y cenan con Picabia. Si tienen ocasión, pasean con Van Doesburg y suelen tener largas charlas con Stieglitz y Julia Margaret Cameron. El estrecho contacto con esos personajes explica la pasión de los «vituperados» por las cuestiones metafísicas, los problemas matemáticos y los avalares de la Grecia Clásica.
Enríc Balanza, Paco de la Torre, Federico Fusi, Alfonso Herráiz y Teresa Tomás se encuentran entre los «vituperados». Es más, son los «vituperados» más representativos ya que su menú artístico (preparado en la carlinga de un aeroplano que vuela a tres mil metros de altura) está compuesto de figuras estáticas (también de formas dinámicas) que destacan sobre un fondo pictorialista de cromatismo atrayente, en el que se adivina el perfil de Carrà y asoma la oreja de Ovidio. Es decir, son artistas (obstinados en valorar el color azul y el rojo con independencia del cielo y el árbol) que han unido su imaginación para desterrar toda descripción inútil.